El presidente Sebastián Piñera desplegó a miles de militares para aplacar el descontento social de millones de chilenos, imitando la conducta represiva de regímenes autoritarios de América latina como los de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y Lenin Moreno en Ecuador.
La decisión del mandatario, que ha insistido en que está en una «guerra contra un enemigo poderoso», que en realidad son trabajadores indignados, dejó en tres días quince muertos, noventa heridos a bala, incluidos niños, y unos dos mil seiscientos detenidos, según admitió el propio gobierno.
Chile, al igual que otros países del continente, sobrevive hace décadas bajo un régimen cleptocrático, basado en el extractivismo, la privatización y despojo de derechos sociales y la captura del Estado, a manos de una élite política y empresarial, afanada en defender sus privilegios.
El descontento, que estalló espontáneo en todo el país, tiene como sustrato la profunda desigualdad que azota Chile.
De cada millón de ingresos nacionales, unos 265 mil pesos son acaparados por el uno por ciento más rico. El sesenta por ciento de los chilenos gana menos de quinientos cincuenta mil pesos al mes. Y quinientos mil jóvenes están fuera del mercado laboral y el sistema educativo.
Esta crisis, que intentan resolverla los mismos que la crearon durante décadas, tendrá secuelas políticas, sociales y legales, que hoy es difícil pronosticar.
Las Fuerzas Armadas, tras décadas intentando recuperar sus lazos con la civilidad, fueron arrastradas a un enfrentamiento con la ciudadanía, algo inédito en democracia, un papel que por ahora parece no acomodarlos, a la luz de las declaraciones del general Javier Iturriaga, a cargo de la seguridad de la Región Metropolitana.«Soy un hombre feliz. No estoy en guerra con nadie», dijo.
El cambio de gabinete y los eventuales paliativos en salud y pensiones no serán suficientes. Probablemente, la agenda social se tome las elecciones de 2020 y 2021 sin que exista un movimiento, hasta ahora, capaz de representar las demandas. Un vacío total.
Si la presidenta Michelle Bachelet fue llevada a tribunales por su inoperancia ante la tragedia del terremoto de 2010, es esperable que lo mismo suceda con el actual mandatario. En su caso, la demanda sería por crímenes de lesa humanidad, según quienes la preparan. Las muertes, las detenciones ilegales y las torturas son su argumento.
La crisis es profunda, de larga data, y los medios de comunicación deben ser capaces de constituirse en un aporte, dejando de lado los discursos que criminalizan el descontento. Hay que evaluar como se contribuye a la paz, dejando de ser parte de los discursos que intentan justificar la presencia de militares en las calles de Chile, como señaló el Colegio de Periodistas.
Al igual que en Colombia, tras los Acuerdos de Paz, la prensa debe meditar cómo aporta a recuperar la paz, la libertad de desplazamiento y la normalidad democrática.
Lo más dramático, hasta ahora, es que es el propio gobierno el que aparece con menos herramientas políticas y, sobre todo, humanas, para enfrentar una crisis que pudo ser evitada. Ni los muertos, ni los heridos, ni los torturados debieron existir.
Son el legado de décadas de cleptocracia y un gobierno indolente.
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