El coraje de hacer los cambios

Sé que hoy no es popular dedicar unas líneas para defender o alabar a la Presidenta Bachelet. En momentos cuando la popularidad de su gobierno y suya personal están por los suelos, evidentemente muchos ceden a la tentación de quedarse callados o simplemente sumarse al coro de las críticas. Total, hoy con dos elecciones en el horizonte, resulta más conveniente esta última alternativa.                         

Lo que pretendo aquí, es exponer otra arista. Estimo necesario hacerlo, sobre todo si consideramos que cuando el país atraviesa situaciones complejas, como la que vivimos hoy, la discusión tiende a ideologizarse en exceso, en circunstancias que Chile requiere más racionalidad.

Como lo dije anteriormente, este gobierno de la Presidenta Bachelet, por angas o por mangas, va a seguir siendo duramente cuestionado, pero lo que nadie podrá negar, aunque les cueste reconocerlo, es que la Presidenta Bachelet tuvo el coraje y la decisión para emprender reformas que no solo eran una necesidad del proceso de desarrollo del país, compartidas por la inmensa mayoría de los chilenos, sino que también eran una deuda de la transición.

Es el caso de la reforma tributaria. Todos sabíamos, incluso antes que Bachelet volviera a Chile en marzo de 2013, que esta iniciativa era ineludible y los empresarios también lo sabían. Es más, quien la dejó boteando fue el gobierno de derecha. El entonces Presidente Piñera accedió a impulsar una reforma tributaria contra la voluntad de su ministro de Hacienda, Felipe Larraín, y lo hizo porque fue incapaz de resistir la presión del movimiento estudiantil de 2011, que hizo del aumento de impuestos una de sus principales demandas.

Al final, en un vano intento de dejar tranquilo a moros y cristianos, se hizo una reforma débil, sin convicción y solo para salir del paso. Finalmente, no dejó a nadie contento. Ni a los que la querían, ni a los que se oponían a ella. Consecuencia de lo anterior, es que la reforma tributaria fue uno de los temas fundamentales de la siguiente campaña presidencial.

¿Por qué? En primer lugar, porque a su vez, ante la nula disposición del gobierno de derecha de impulsar cambios al sistema educacional, era evidente que ese iba a ser otro de los ejes fundamentales del gobierno de Bachelet y esta reforma implicaba contar de manera permanente con cuantiosos recursos para financiarla. Y en segundo lugar, aumentar la carga impositiva era necesario para avanzar en equidad tributaria y mejorar la distribución del ingreso.

La reforma educacional se explica por si sola. No es necesario ahondar en este punto. Basta leer cualquier informe de la OCDE, u otro organismo internacional, para darse cuenta que la educación es la piedra de tope de nuestro desarrollo.     

La masividad y calidad de la educación, desde los primeros años de vida hasta la capacitación laboral, tiene una importancia significativa en la competitividad de un país, ya que facilita la inclusión, otorga igualdad de oportunidades y es el sostén del crecimiento económico futuro.

Y la verdad es que aquí tenemos serias deficiencias que subsanar y nadie, en su sano juicio, puede negar que el país requería con urgencia una profunda reforma a su sistema educativo.

En relación a la Constitución, este también era uno de los temas pendientes de la transición. Dejar la Constitución como está es impresentable para cualquiera que se reconozca como demócrata. A pesar de las reformas e innumerables parches que se le han hecho, y aunque hoy lleve la firma de un Presidente electo en democracia, no deja de tener los vicios de origen que conocemos ni la forma poco transparente en que se redactó y aprobó.

En cuanto a su contenido, la Constitución de Pinochet consagra una democracia protegida, no es representativa de la diversidad presente en nuestra sociedad, no guarda relación alguna con la realidad actual de Chile y mucho menos con los desafíos futuros de nuestro país. Es una Constitución que mira con desconfianza y sospecha a la democracia, a sus instituciones y a la ciudadanía.

Asimismo, hoy, con el descrédito abrumador de nuestras instituciones democráticas y la evidente crisis de representatividad de los partidos y los actores políticos, la idea de tener un nuevo pacto constitucional es inevitable.

Y por último,  hay que reconocer la que probablemente fue la reforma política más esperada y necesaria para tener una democracia de verdad: el cambio del sistema binominal, que alteraba la decisión de las mayorías, consagraba el empate y era un seguro contra la derrota. El sistema consagraba que una lista que sacaba el 58 por ciento de los votos obtenía el mismo número de senadores que una con sólo el 30 por ciento de los votos.

Impulsar estas reformas no es fácil. Se necesita algo más que contar con mayoría en el Parlamento. Y eso se llama coraje, valentía y perseverancia para hacer cambios largamente demandados por la ciudadanía, que otros no pudieron o no quisieron llevar adelante. Dicho de otra forma, la Presidenta Bachelet es la primera Jefa de Estado en desafiar abiertamente las injusticias del modelo que nos legó la dictadura.

Al César lo que es del César. Este es un punto que la Presidenta ha ganado para cuando se escriba esta historia y también es una demostración fehaciente de que su liderazgo no es tan débil como algunos lo quieren hacer creer.

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