El juego de nuestra fragilidad existencial

El inicio de febrero estuvo marcado por una de las peores tragedias naturales desde el terremoto de 2010, un incendio que arrasó miles de hectáreas de bosque, arbustos y pastizales en el cordón que rodea al Gran Valparaíso y transformó en un verdadero infierno barrios enteros de Quilpué y, sobre todo, de Viña del Mar provocando la muerte y la desaparición de más de 330 personas, muchas de ellas sorprendidas mientras huían tardíamente del siniestro.

Se trata de una desgracia que una vez más, generalmente, afecta a los más pobres y que desnuda algunos de los peores defectos de nuestra sociedad como son la indignante desigualdad, una escasísima planificación urbana, la ausencia en el sector público de profesionales competentes y liderazgo político en el diseño territorial, la falta de recursos para enfrentar el cambio climático y poder prever de mejor forma desastres de este tipo, la falta de voluntad y la desidia de nuestras autoridades que ceden con populismo a las tomas e instalaciones furtivas de nuevos pobladores en sectores no aptos para la vivienda y, por ende, un preocupante déficit de viviendas en nuestras grandes ciudades, que pareciera agravarse con la llegada de nuevos inmigrantes en busca de un lugar digno para vivir. En fin, tragedias que muestran un Estado ausente o al menos negligente de garantizar ciudades seguras para todos.

Al final, para la anécdota mediática queda una solidaridad espontánea y efímera los días inmediatos a la tragedia, de la cual nos refocilamos con indolencia, acciones de donaciones a diestra y siniestra, campañas e iniciativas públicas y privadas que apenas sirven para llenar bodegas, muchas veces de ropa vieja, tablones para volver a hacer viviendas livianas, exiguos aportes a la clase media que no volverá a tener lo propio con la limosna que los sistemas de emergencia destinan para estos fines, ayudas todas que en ningún caso constituyen la solución de fondo ni el diseño definitivo de una forma equitativa y justa de hacer ciudad, y por tanto construir una sociedad más inclusiva e igualitaria.

Mientras con una mano nos llenamos de iniciativas solidarias y con la otra renegamos de una política real que pudiera ser más generosa para con los demás. Nuestras autoridades seguirán yendo a los mismos lugares siniestrados a entregar por doquier títulos de dominio y sonrisas para las cámaras, aumentarán en los municipios las plantas de funcionarios y operadores políticos buscando la reelección de sus jefes en vez de expertos en urbanismo y planificación, en vez de expertos en seguridad ciudadana, en vez de servidores públicos al servicio de los vecinos.

Por eso, más allá del alza sostenida de las temperaturas en nuestro clima estival, de los vientos que arrastran fuego más allá de las quebradas y la larga sequía que asuela el país, se hace urgente una mejor gestión del territorio, una mayor eficacia en las decisiones de seguridad y una respuesta ágil en la resolución de problemas como esta tragedia de parte de todo el aparato del Estado, de sus leyes y sus presupuestos.

No podemos seguir echándole la culpa al empedrado ni confiar en administradores amateurs en estos temas. De nosotros, como sociedad organizada, depende el éxito de un trabajo hecho para la gente antes de tener que emprender a los cuatro vientos, como si fuera un deporte nacional, una nueva campaña solidaria frente a desastres de muerte y desolación, como los que de vez en cuando ponen en juego la fragilidad existencial de tantos compatriotas.

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