A mediados del S. XIX el Deán de la Catedral de Santiago quiso despedir al sacristán por una serie de malos comportamientos, y el conflicto, bastante menor, escaló hasta provocar un enfrentamiento con el Estado, del cual dependía la Iglesia. Años después se configuró finalmente la separación entre el Estado y la Iglesia, a partir de la Constitución de 1925.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces, y pronto a llegar al país el Papa Francisco, se hace obligado el debate acerca del estado actual de la Iglesia católica en Chile.
Las primeras pistas las entregan algunos estudios de opinión que señalan que la adhesión ciudadana a esta institución ha decaído en forma notoria en los últimos años, situación en la que tiene poca responsabilidad Francisco, electo hace menos de cuatro años, sino sus sacristanes que muchas veces actúan al margen de las decisiones vaticanas.
Las razones son muchas y conocidas. El cambio de actitud de la Iglesia en Chile frente al escenario político que resultaba natural terminada la dictadura, el conocimiento de numerosos casos de abusos sexuales amparados por la jerarquía, la connivencia de algunos sectores con una Derecha que prefiere la caridad a la justicia y el aislamiento de los grupos afines a una Izquierda que busca el apoyo bíblico a sus aspiraciones de justicia sobre la caridad.
Se suele olvidar que, al igual que las demás instituciones, la Iglesia también va evolucionando con los tiempos y lo que era apropiado para los tiempos de dictadura no lo es en esta época, ni tampoco lo será en el futuro.
La cuestión es si la Iglesia Católica está actuando de forma adecuada al presente y antes de responder es preciso reconocer que hemos llegado a una etapa de la Humanidad en la que la coyuntura se ha impuesto sobre la historia y en la que las libertades individuales han ido cobrando cada vez mayor protagonismo.
La Iglesia parece considerar que su mensaje no debe cambiar ni adaptarse a las circunstancias, pero lo cierto es que es evaluada de acuerdo a esas circunstancias, siempre cambiantes y a veces crueles como saben los que se ven expuestos en las redes sociales. Lo que parecía aceptable hace medio siglo ya no lo es y lo que se pide ahora era impensado tiempo atrás.
En eso no tiene la responsabilidad Francisco, que cumple con los deberes propios del cargo, sino que es el conjunto de la sociedad el que ha cambiado y pide que todos cambien al mismo tiempo.
Hay que agregar a lo anterior un mal manejo político y comunicacional de esta visita, tanto por parte del comité organizador como del gobierno, aunque inevitable en el escenario de transparencia que se demanda ahora. El costo de la visita, la declaración de feriados regionales, la postergación de otras actividades públicas y hasta de intervenciones quirúrgicas, son todos hechos que incomodan a quienes no ven con entusiasmo la visita papal.
Da la impresión que quienes han tomado estas decisiones y las han hecho públicas no tienen pleno conocimiento de la sensibilidad de la opinión pública, y ello afecta aún más el impacto positivo que pudiera tener la presencia de Francisco en Chile.
La lejanía de las instituciones respecto de la gente no es un fenómeno nuevo que impacte sólo a la Iglesia. Es el mismo proceso que ha dañado la imagen de los partidos políticos, y muchas veces no proviene de una actitud de condescendencia sino que a una situación de distanciamiento que impide conocer las necesidades sociales. De eso tampoco es responsable Francisco.
De lo que sí podría ser acusado como responsable el actual Papa es por haber creado expectativas sobre los cambios que realizaría en El Vaticano y en el resto de la Iglesia, que son imposibles en una institución con dos mil años de existencia y que cuenta además con una burocracia que se resiste a cualquier modificación que sea realmente de fondo y vaya más allá de las formas.
Lo demás es política y hay que evitar la interpretación de los hechos con instrumentos ajenos a su esencia.
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