Quedan apenas días para las elecciones y todo indica que ningún bloque se impondrá ni en la primera vuelta presidencial ni en los comicios parlamentarios, que la abstención será alta y que las encuestas tienen un margen determinante de personas que no saben o no responden (NS/NR).
En esas circunstancias parece lógico esperar que el resultado definitivo será estrecho, que cualquier suceso de última hora puede ser más relevante que en circunstancias normales y que todo dependerá en gran medida del número de personas que concurra efectivamente a votar.
Tradicionalmente, la composición política del país ha estado inclinada a favor de los partidos de Centro y de Izquierda pero ahora se ha observado - de acuerdo a algunas encuestas - un aumento de las personas que se identifican con la Derecha aunque sin constituir una mayoría porque los NS/NR siguen siendo el grupo principal, por lo que resulta difícil hacer afirmaciones realmente certeras.
Suponiendo que el grupo de quienes suelen calificarse a si mismos como progresistas es mayoritario, es curioso que estén representados por seis de los ocho candidatos presidenciales, ya que ello habla con toda claridad de la incapacidad de este sector para haber forjado una sola candidatura presidencial, más allá de los matices respecto de lo que se entiende por progreso y de la velocidad de los cambios que se consideran necesarios.
La prueba de fuego será en la segunda elección presidencial, cuando con un plazo de apenas cuatro semanas deban limar todas las diferencias que se han agudizado durante la campaña, buscar acuerdos programáticos y expresar formalmente su respaldo al candidato que logre pasar a la segunda vuelta, además de lograr que los candidatos derrotados posterguen sus legítimas aspiraciones por mantener su “pureza” y acepten un compromiso alternativo a la candidatura de Derecha.
No es poco, pero si son realmente progresistas deberían alinearse con quien se acerque más a sus posturas. Así ha sido, ya sea por acción u omisión en los últimos 28 años de la historia nacional, y dejar de hacerlo en esta oportunidad significaría dar la razón a todas las críticas que se le hacen al sistema de partidos políticos, a la generación que fue capaz de recuperar la democracia para el país y cuestionaría el derecho y las posibilidades del progresismo para aspirar al poder durante varios años hacia el futuro.
No se trata de que el progresismo o el conservadurismo ganen en forma definitiva la contienda, porque sabemos que la historia tiene muchas vueltas, pero sin duda perder el Gobierno por incapacidad propia constituiría una crisis importante.
Con un episodio de esa naturaleza, sería lógico para los ciudadanos tener una sensación de desconfianza definitiva hacia la verdadera vocación de servicio público que declaran los partidos y se perdería toda credibilidad respecto de las utopías que se ofrecen al electorado.
El resultado sería convertir el ejercicio de la política en una especie de lista de supermercado, en la que el poder sería para quien prometa más y mejores cosas, y eso sería más o menos lo mismo que renunciar a la idea de un país y de un mundo mejor.
Sería renunciar a los sueños de millones de personas que creen que, a través del ejercicio de la democracia, es posible alcanzar mejores condiciones de vida en todo sentido y arriesgar una radicalización de la sociedad.
¿Quién está disponible para asumir una responsabilidad de esa naturaleza, en especial cuando lo que distingue al progresismo de los conservadores es la promesa de un cambio que favorece a las personas?
¿Quién quiere aparecer en la historia como el responsable de permitir que los sectores conservadores demoren los cambios que se requieren quién sabe por cuánto tiempo, ahora que tienen la experiencia para mantenerse en el poder por mucho más de un período presidencial?
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