Las dos almas de la Iglesia: entre la Vida y la Dictadura

Hace algunos días en Valparaíso, participé en la presentación del libro Los Ojos de Catalina, obra referida al “Montaje de Rinconada de Maipú”, como se le llamó al asesinato, entre otros, de tres integrantes de la familia Gallardo Moreno, en 1975, en total mataron a cinco.

En el marco de la conversación, se relevó el compromiso de una parte de la Iglesia Católica con los luchadores sociales que posibilitaron el término de la Dictadura que gobernaba Chile en ese período, esa Iglesia que tuvo la virtud de hacerse sentir no sólo entre sus fieles, también logró generar atención, estima y respeto en los no creyentes.

Esa Iglesia inspirada en el Concilio Vaticano II, 1962-1965, en el Documento de Medellin, 1968, y en el de Puebla, 1979, asume la defensa de los DDHH, de la democracia y la opción preferente por los pobres, postulados que se traducen en la búsqueda de justicia social para los trabajadores, los marginados, los humillados, descartando que la estructura social sea una condición natural, sino que es fruto de las desigualdades del sistema capitalista.

En la historia de los Gallardo Moreno se identifica la Teología de la Liberación y el trabajo de base como cimiento de la estructura de la Iglesia, promoviendo el pluralismo como característica que posibilitará el cambio y planteándose que este diálogo y acción diversa debía ser conducido por las bases marxistas y cristianas.

Proyecto que se inspira en Alberto Hurtado, quien desde la década de los cuarenta bregaba por más justicia social, petición muy lejana a la cultura de beneficencia que promovían los sectores conservadores de la Iglesia; accionar que se rebela en contra de un Estado represivo, indolente ante una violencia estructural  y decide padecer el dolor con los pobres.

Iglesia que en Dictadura se debatió entre ser un espacio popular y liberador, al abrir sus parroquias para que fueran lugares de oración y resistencia; o seguir promoviendo una restrictiva vida pastoral, administrando la culpa y dando cobertura espiritual a los represores y cómplices pasivos de la Dictadura cívico militar.

Hace menos de cuatro décadas, esta Iglesia, cuya voz pública era la del Cardenal Raúl Silva Henríquez, lidiaba entre un Fernando Karadima abusando de jóvenes en el barrio alto y Mariano Puga acogiendo a víctimas de las Dictadura; entre Gerardo Joannon propulsor de adopciones ilegales y Roberto Bolton protegiendo a jóvenes y niños de la Villa Francia; entre Raúl Hasbún y sus prédicas de odio y la voz calma y sabia de José Aldunate denunciando la tortura en Chile.

A treinta años de la caída de la Dictadura, la Iglesia liberadora que gozó del cariño y admiración de la comunidad chilena y la internacional, paulatinamente ha perdido esa ubicación hasta llegar a la renuncia de todos los Obispos, la suspensión de sacerdotes por prácticas criminales y otras querellas que la ciudadanía se ha acostumbrado a conocer.

Al finalizar la presentación del libro, un participante pronunció una de las reflexiones que concitó gran consenso.

La Iglesia Católica dejará de desangrarse en la medida que pueda desprenderse del grupo de sacerdotes que se resisten a dejar el poder y se decida a impulsar a curas que encarnan las ideas y conductas del jesuita Felipe Berrios, quien ha sido una voz crítica y esperanzadora durante la última década.

Decisión que se ve lejana, si se considera que  la Conferencia Episcopal nombró al obispo de San Bernardo, Juan Ignacio González, presidente del Consejo de Prevención de Abusos y Acompañamiento de Víctimas, religioso que ha sido un reconocido informante de la Dictadura y “guardia” del obispo Juan Barros, cuestionado encubridor de Karadima.

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