Los 50 años y los mínimos comunes

Pretender que todos tengamos el mismo relato sobre los hechos que desencadenaron la tragedia que vivió nuestro país a partir del golpe de Estado de 1973, que tengamos el mismo juicio acerca de la inevitabilidad o evitabilidad del mismo, que sintamos el mismo escozor ante los crímenes posteriores e incluso, acerca del gobierno de 17 años de la dictadura cívico-militar, constituye un esfuerzo racional difícil de alcanzar.

Construir un consenso total sobre los acontecimientos del pasado reciente es una ilusión voluntarista que entorpece y debilita las energías que debemos colocar en el futuro de nuestra sociedad y en el bienestar de las próximas generaciones. Nada que no sepamos hoy hará cambiar sustancial y personalmente los juicios y valoraciones sobre ese trágico, doloroso e ignominioso pasado histórico común. Sin embargo, a lo menos tres consideraciones debiéramos asumir como mínimos comunes que nos permitan progresar juntos:

Primero, tenemos que tener una sólida convicción que la violencia como mecanismo político para pretender cambiar la sociedad, imponer nuestras ideas e incluso resolver situaciones de injusticia social, es siempre condenable. No constituye una opción para ningún actor político y debiera ser reprobado siempre, en cada circunstancia. La violencia política tiene consecuencias desastrosas para la convivencia, tiene rostros disímiles, que se encubren y justifican desde la indignación cotidiana hasta la especulación filosófica, tiene maneras sigilosas de filtrarse en la sociedad hasta llegar a convertirse en una práctica justificable. La violencia siempre es un error, una falta, un delito, un crimen social que no tiene cabida en la convivencia cívica que reconoce al otro diferente digno de respeto. Promover su rechazo constituye un avance civilizatorio anticipado por Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela.

Segundo, es preciso que tengamos declaraciones y actuaciones coherentes respecto de la violación a los derechos humanos en todo tiempo y lugar. No existe contexto ni circunstancia excepcional que justifique las violaciones a la dignidad humana según lo expresado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El respeto y valoración de las libertades y del estado de derecho, constituyen la condición base para el desarrollo de cada persona. Adela Cortina señala que los derechos tienen que ver con la justicia, y estos que ya se han reconocido urbi et orbe son ese tipo de derechos que hay que proteger para no caer bajo mínimos de humanidad.

Tercero, es la democracia republicana, participativa, deliberante, representativa, que importa la división de los poderes públicos y la existencia de controles mutuos, la forma de gobierno justa que nos permite convivir en libertad con respeto y armonía, pero a la vez, posibilita la realización de cambios graduales no traumáticos que toda sociedad necesita para alcanzar mayor justicia social. No más denigración de la democracia ni obsesión protectora sobre ella, la democracia es la forma de vida cívica que a través de la historia de la humanidad ha favorecido y combinado mejor que cualquier otra, el progreso social y el respeto a la dignidad humana. En ella caben todas las ideas, no así todos los medios para imponerlas.

La intransigencia y la violencia verbal dañan nuestra convivencia cívica, restan capacidades que pudieran concentrarse con creatividad y generosidad en abordar los ingentes problemas que desde hace décadas enfrentamos como la inseguridad en las calles y barrios; los déficits en la salud mental y de especialidades; la incertidumbre que genera la expectativa de una previsión insuficiente; el deterioro de nuestras escuelas públicas y la incapacidad para resolver los problemas de gestión de un sistema educativo sin rumbos; el tráfico de drogas en nuestras ciudades y la corrupción y apropiación con desfachatez de los dineros públicos; el estancamiento económico junto al deterioro del valor del trabajo; el menoscabo de nuestro patrimonio cultural y natural, entre otros. Necesitamos colocar mayores energías y nuestros mejores talentos al servicio del bienestar general y ello requiere un clima de respeto que nos permita aprender a vivir en desacuerdo.

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