¿Se puede ser humanista sin ser feminista?

A propósito de la discusión del proyecto que despenaliza el aborto, se pudo ver más de algún comentario en las redes sociales que cuestionaba el feminismo que supondría permitir que las mujeres tengan soberanía sobre su cuerpo, como contraposición a la visión humanista que significaría proteger la vida del que está por nacer.

Se trata de dos situaciones distintas, que no pueden compararse ni presentarse como una disyuntiva en la que los términos son excluyentes. El feminismo promueve la igualdad de derechos para hombres y mujeres, y esa discusión no guarda relación con el tema del aborto, el de la eutanasia o cualquiera de los temas llamados “valóricos”.

El feminismo es la lucha contra una situación de discriminación que se arrastra desde el orígen de la civilización, y al igual que otras minorías aisladas y perseguidas por una supuesta mayoría, debería formar parte central de las preocupaciones del humanismo.

Si el humanismo se entiende como la filosofía que pone al hombre en el centro de sus esfuerzos, es completamente lógico suponer que ese “hombre” se refiere al conjunto de la raza humana: hombres, mujeres, caucásicos, indígenas, derechistas, izquierdistas, ricos, pobres.

Cualquier forma de humanismo que considere como parte de su lucha la postergación de otro grupo de la sociedad, incluso de quienes son acusados como la clase opresora, no puede ser considerada como auténtico humanismo.

Con el mismo criterio, hay que distinguir entre los movimientos que bregan por la igualdad de derechos de quienes son discriminados, llámense feministas, indigenistas o de cualquier otra forma. Cuando parte de estos grupos basa su ideal de libertad y dignidad en la eliminación de los derechos de otros, renuncia de inmediato a su aspiración por la igualdad.

El diálogo entonces, como vía para avanzar en la solución de los conflictos, se tiene que desarrollar entre quienes efectivamente aspiran a la igualdad, dejando de lado a quienes promueven una revancha o una suerte de enroque entre oprimidos y opresores.   Es lo mismo que ocurre con la democracia, que no puede aceptar como actores a quienes no creen en ella.

Es fácil reconocerse como humanista, sobre todo cuando se le plantea erróneamente como alternativa términos como el capitalismo o el marxismo en cualquiera de sus vertientes, pero lo difícil es comprender de verdad qué significa ser humanista.   Como ya se señaló, el humanista se centra en el ser humano, por lo que los conceptos equivalentes serían la religión, que pone el acento en un dios; el materialismo, que se centra en la distribución de los recursos (ahí sí entran marxismo y capitalismo), pero el debate es entre humanismo y materialismo y no respecto de doctrinas económicas determinadas.

El verdadero humanista no puede sobreponer ningún asunto al Hombre -con mayúscula para resaltar que se trata de todos los integrantes de la especie humana- y considera que todo está al servicio de este.  

Suponer entonces que el humanismo no incluye a las mujeres o a los indígenas o a los pobres, implica aceptar que se tiene una visión restringida, por lo que correspondería hablar de un humanismo machista, un humanismo de blancos o de ricos. Del mismo modo, afirmar que el humanismo está supeditado a un dios o exclusivamente al bienestar de las personas equivaldría a desnaturalizar el sentido original de esta corriente del pensamiento.

El humanismo tampoco puede modificarse de acuerdo a las conveniencias políticas, sociales, económicas, religiosas o de clase.  

El humanismo no está sujeto a modas ni a las distintas formas de conservadurismo o progresismo. Lo único que cuenta es si se actúa teniendo a la persona como centro o no.  

Expuesto de esa forma, resulta difícil suponer que alguien pueda admitir que su humanismo tiene restricciones. Parece obvio, pero aparentemente es conveniente recordarlo.

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