En el quinto aniversario de la revuelta popular se ha discutido de todo menos de la compleja, e incluso paradójica, relación que existe entre el Estado de Derecho y el derecho a la rebelión, ya que ambos no son, ni debieran verse como, conceptos opuestos o excluyentes, sino como elementos que se interrelacionan y tensionan en la búsqueda de una sociedad justa y verdaderamente democrática.
El Estado de Derecho comprende el conjunto de normas y reglas que buscan establecer un orden social que garantice la convivencia pacífica, la justicia, la igualdad sustancial y el bienestar entre sus miembros. Desde su nacimiento, y a medida que las sociedades modernas se volvían más complejas, surgió la necesidad de proteger los derechos de las personas frente al poder arbitrario de gobernantes o grupos dominantes. Para algunos, proporciona un marco legal para resolver disputas entre los distintos actores sociales. Para otros, es un instrumento de dominación de la clase dominante sobre el resto de la sociedad. Pero, a pesar de sus distintas acepciones, se transformó en principio fundamental de las democracias representativas modernas, con la protección de los derechos humanos como eje central de su razón de ser, al menos en los discursos oficiales.
Plantea que la ley es la norma máxima y todos, incluyendo los gobernantes, debieran estar sujetos a ella, lo que debiera plasmarse en el principio de igualdad ante la ley, principio que no acepta privilegios ni discriminaciones. El poder político se divide en tres ramas (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) para evitar, precisamente, la concentración del poder, lo que rara vez sucede en la realidad. A pesar de ello, los derechos fundamentales de las personas, se supone, están protegidos por la ley y dentro de esos derechos, el acceso a la justicia resulta fundamental. Como habitualmente existen diferencias entre la teoría y la práctica, se constituye, por tanto, en un proceso evolutivo que busca garantizar la justicia social, el derecho a libertad y la seguridad en las sociedades, por lo que su consolidación requiere de un compromiso constante por parte de todas las y los ciudadanos, las instituciones que forman parte de él y sobre todo, de los gobernantes, cuya legitimidad nace precisamente de la delegación de poder que los pueblos soberanos hacen en ellos.
El derecho a rebelión, por su parte, ganó fuerza en lo que se conoce como la edad moderna, con el surgimiento de las ideas ilustradas y las revoluciones liberales, que asumían que las y los ciudadanos tienen el derecho de resistir y enfrentar a un gobierno que viola sus derechos naturales. Es así como la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1793, reconocieron explícitamente el derecho a la insurrección contra un gobierno que oprimiese al pueblo.
Uno de sus fundamentos teóricos fue la teoría del Contrato Social, desarrollada por filósofos como Locke y Rousseau, quienes sostenían que los gobiernos existen para proteger los derechos naturales de los ciudadanos y, por tanto, si un gobierno viola este contrato social, los ciudadanos tienen el derecho de rebelarse contra el mismo. Se fundamenta en la idea de que existen derechos inherentes a todos los seres humanos, que preceden a cualquier ley positiva y que no pueden ser violados por ningún gobierno, ya que cuando esto sucede se pone en discusión la legitimidad del poder político, que se basa en el consentimiento de los gobernados. Cuando este consentimiento se rompe, debido a la tiranía, a la violación de los derechos fundamentales, el abuso de unos sobre otros o a la ausencia de justicia social, el pueblo tiene el derecho de resistir o a rediseñar el Estado de derecho de acuerdo a sus necesidades.
A partir de ello, nadie puede desconocer la importancia del Estado de Derecho, entendido como el conjunto de normas e instituciones que limitan el poder, protegen los derechos individuales y promueven la justicia. Sin embargo, el Estado de Derecho no puede concebirse como un fin en sí mismo, sino como un medio para alcanzar una sociedad más justa. Por lo mismo, no se puede desconocer que cuando el Estado de Derecho fracasa en su principal objetivo, es el mismo Estado de Derecho el que abre la puerta al derecho a rebelión.
Así las cosas, nadie puede dudar que en el caso chileno y en el de otras partes del mundo, las políticas neoliberales, al priorizar el mercado sobre el Estado y debilitar las instituciones y las funciones públicas, han promovido una desigualdad cada vez más marcada al interior de las sociedades, generando una especie de apartheid económico, en donde coexisten dos sistemas, uno para los ricos con salud, educación, vivienda y estándares de espacio público de calidad; y otros para los pobres, con servicios de mala calidad e insuficiente cobertura, que profundizan las desigualdades sociales socavando los fundamentos del Estado de derecho.
Este debilitamiento del Estado de Derecho goza de la complicidad absoluta de los defensores del modelo, que utilizan discursos de odio y promueven políticas que debilitan las instituciones democráticas y los derechos humanos, erosionándolo aún más, lo que finalmente cristaliza en una crisis de representación que va aumentando la desafección de los ciudadanos hacia el mismo Estado de Derecho, hacia los partidos políticos tradicionales y hacia las instituciones, generando un vacío de poder que en más de alguna oportunidad ha sido aprovechado por fuerzas autoritarias y por los sectores más conservadores de la sociedad, para imponer sus intereses mediante la represión brutal y la hegemonía cultural que promueven los medios de comunicación al servicio del poder.
Es aquí, cuando el Estado de Derecho falla en su función de garantizar la justicia y se convierte en un instrumento de opresión o perpetuación de las desigualdades y el derecho a la rebelión se activa como un límite y un motor de cambio, sobre todo si la ley fundamental de todo Estado de Derecho, la Constitución, no posee mecanismos ni procesos institucionales que permitan la participación de los pueblos, que son el único y verdadero soberano.
En ese sentido, el derecho a rebelión actúa como límite al poder del Estado, recordándole su función de servir al bien común y no a intereses particulares y, al mismo tiempo, como motor de los cambios necesarios, por cuanto impulsa la transformación social, desafiando las estructuras de poder injustas y abriendo la posibilidad de construir un nuevo orden más equitativo. La rebelión, por tanto, no debe entenderse como una negación del Estado de Derecho, sino como una tensión creativa que lo impulsa a evolucionar y a cumplir su promesa de justicia social e igualdad sustantiva. No busca destruir el Estado de Derecho, sino revitalizarlo y transformarlo.
En síntesis, la relación entre el Estado de Derecho y el derecho a la rebelión puede describirse como compleja y paradójica. Compleja, por cuanto no es de oposición, sino de interrelación y tensión; paradójica, por cuanto el derecho a la rebelión, que en principio parece oponerse al Estado de Derecho, en realidad aparece como necesario para su preservación, evolución y dinámica, ya que la tensión entre ambos es un motor de cambio social, que impulsa la transformación en la búsqueda de una sociedad más justa y verdaderamente democrática.
Por lo mismo es que el derecho a la rebelión es y será siempre un componente crucial para una izquierda que busca transformaciones reales, no siempre como una opción violenta o caótica, sino como un mecanismo legítimo para resistir la opresión y desafiar las estructuras de poder injustas. Dicho derecho de rebelión debe tener siempre como objetivos fundamentales, la defensa de los derechos humanos y las libertades civiles; la lucha contra las desigualdades sociales y económicas que alimentan el descontento y la polarización; el fortalecimiento y la profundización de la democracia mediante la participación directa y protagónica del pueblo en las decisiones para, finalmente, construir una alternativa al neoliberalismo, poniendo a las personas y al bien común por encima del lucro.
Dicho de otra manera, la rebelión es una respuesta legítima frente a la opresión, la desigualdad y la injusticia social. Cuando las instituciones fallan en garantizar los derechos y el bienestar de las personas, la rebelión se convierte en una herramienta para exigir cambios y construir un orden social más justo. Y si bien, puede manifestarse a través de la protesta y la desobediencia civil, nadie puede intentar reducir la misma solo a dichas expresiones que suelen ser absolutamente minoritarias, sin reconocer las formas pacíficas y creativas como esta se expresa, en la organización de movimientos sociales, en la creación artística y en la resistencia cultural, que siempre serán el mínimo común denominador y la parte mayoritaria y más relevante del derecho a rebelión.
De esta manera el derecho a la rebelión es un derecho fundamental, inherente a la condición humana. No es algo que se conceda o se quite, sino una capacidad intrínseca de las personas para resistir la opresión y luchar por su libertad, por la justicia y la dignidad. Tampoco se puede discutir, pues nace precisamente de la pérdida casi absoluta de confianza en las instituciones, que han sido creadas, la mayoría de las veces, mediante el mismo derecho a rebelión. A través de la rebelión, las personas pueden desafiar el statu quo, romper con las estructuras de poder existentes y construir un futuro más justo y equitativo.
Y aunque casi siempre el inicio de una rebelión suele ser espontáneo y profundamente creativo, nunca es ajeno a las organizaciones sociales y políticas, pues para que ella sea efectiva, es necesario que las personas se organicen y se doten de objetivos claros y estrategias definidas, sin caer en el juego de los heraldos del pensamiento conservador, que apostarán siempre a difundir las actitudes intelectuales apolíticas y anti políticos como las más representativas de toda revuelta popular.
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