Sobre negacionismo y discursos de odio

El discurso de odio es aquel que se usa “incitando a la acción ofensiva y degradante de otros con el deliberado propósito de impulsar motivaciones para afectar, incluso hasta con asesinatos, a quienes se odia y discrimina” (Reinaldo Vanossi, J., 2014).

El negacionismo, por su parte, consiste en actos que niegan las violaciones a los derechos humanos o bien, los justifican, trivializan o exaltan la figura de los perpetradores, careciendo, además, de una base y un afán científico.

En ese sentido, el negacionismo legitima la violencia, por lo que comparte una base común con los discursos de odio. Ambos tipos de discursos son un límite a la libertad de expresión.

En Chile, hay escasa regulación de la temática. La Constitución declara inconstitucionales “los partidos, movimientos u otras formas de organización” contrarios a los principios democráticos, totalitarios o que hagan uso de la violencia, la propugnen o la inciten.

Por su parte, el artículo 31 de la Ley de Prensa castiga con multa al que, “realizare publicaciones o transmisiones destinadas a promover odio u hostilidad respecto de personas o colectividades en razón de su raza, sexo, religión o nacionalidad”.

Así, queda excluida de esta sanción la incitación al odio por motivos políticos, la negación de los crímenes de lesa humanidad o la exaltación de los perpetradores de violaciones a los derechos humanos.

En 2017 se presentó una moción para castigar penalmente a quien “públicamente incitare al odio o al empleo de violencia contra personas por su raza, etnia o grupo social, sexo, orientación sexual, identidad de género, religión o creencias, nacionalidad, filiación política o deportiva, o la enfermedad o discapacidad que padezca” (Boletín 113331-07).

Asimismo, se presentó un proyecto de ley que prohíbe el homenaje y/o exaltación de la dictadura cívico militar (boletín Nro. 9746-17). Sin embargo, estos proyectos no han sido aprobados aún. 

El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece la prohibición por ley de toda propaganda a favor de la guerra, así como toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, hostilidad o violencia.

Asimismo, el Comité de Derechos Humanos ha señalado que “estas prohibiciones, necesarias, son plenamente compatibles con el derecho a la libertad de expresión enunciado en el artículo 19, cuyo ejercicio implica deberes y responsabilidades especiales”.

El Consejo de Europa ha instado a los países a castigar penalmente la apología pública, la negación o la trivialización flagrante de los crímenes de genocidio

En Europa, destaca el caso de Alemania que, entre los delitos contra la paz pública, establece aquellas conductas que incitan al odio en contra de una parte de la población o a la violencia o discriminación en su contra.

En Latinoamérica hay un gran número de países que cuentan con sanciones penales para la incitación al odio. Así sucede en el caso de Argentina, que desde 1988 tiene una ley que penaliza los actos discriminatorios incluyendo los motivos políticos y que desde 2011 cuenta con una Resolución Ministerial que prohíbe reconocimientos, homenajes y actos negacionistas. 

Volviendo a Chile, los debates sobre el negacionismo y los discursos del odio han tomado especial fuerza en los últimos meses debido a distintas expresiones de las que hemos sido testigos.

Recordemos cómo el diputado Urrutia habló de “terroristas con aguinaldo” en el contexto de la tramitación de un proyecto sobre reparaciones a las víctimas de la dictadura; cómo el ex candidato José Antonio Kast posó con alguien que tenía una polera que reivindicaba los llamados “vuelos de la muerte” y las apariciones del Movimiento Social Patriótico en la prensa y en las marchas feministas con discursos violentos, amenazadores y denigrantes de la condición de las mujeres, personas LGTBI y migrantes.

En los últimos días la guinda de la torta ha sido el nombramiento de un ministro de Cultura que solo en 2016 decía que el Museo de la Memoria es un montaje.

Frente a este contexto, preocupa la pasividad del Estado. Es discutible que la respuesta deba ser de tipo penal, dado que la ley penal debiera ser la última medida del Estado de Derecho por ser el máximo castigo que una sociedad reserva para una conducta.

Pero el Derecho Penal no es en ningún caso la única forma de regulación normativa que puede limitar estos discursos.

Otras alternativas podrían ser la imposibilidad de ejercer cargos de representación popular y públicos para quienes sostienen estos discursos y la sanción a los medios de comunicación que difundan estas posturas con un tratamiento neutro, sin hacerse cargo del rol educativo que tienen sobre la sociedad, dándoles una tribuna que favorezca su proliferación.

Pero, probablemente, lo más efectivo a mediano y largo plazo sería avanzar en la política educativa, integrando la educación en derechos humanos en la educación formal, a través de los programas de estudio, textos escolares y formación inicial docente que permita integrar dichos contenidos efectivamente en el aula.

De la misma manera, debe avanzarse en el incentivo al arte y la cultura sobre derechos humanos, aunque resulte irónico después del reciente nombramiento de un ministro de Cultura que aparece públicamente como negacionista.

Frente a este escenario es indispensable tomarnos en serio la tarea de mantener la memoria histórica de las graves, masivas e institucionalizadas violaciones a los derechos humanos ocurridas en nuestro pasado reciente, así como resguardar la cultura democrática y el respeto de la dignidad y los derechos humanos de todos y todas.

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