Manifestaciones simbólicas de una ciudadanía que cambia

El politólogo y filósofo irlandés Philip Pettit señala en su ya clásico libro ‘Republicanismo’, que la libertad “exige la capacidad para sostenerles la mirada a nuestros conciudadanos, en el común bien entendido de que ninguno de nosotros goza de un poder de interferencia arbitraria sobre otro.”

Cuando la leí por primera vez, me pareció que esta idea graficaba muy bien las dificultades que enfrenta el desarrollo de la ciudadanía en una sociedad tan poco igualitaria como la chilena. La forma como históricamente trabajadores de distinto tipo han evitado mirar a la cara a sus “patrones” simboliza muy bien la existencia de dos Chiles, uno de iguales -los patrones- y otro de ciudadanos de segunda, con menos recursos, pero también con menos derechos y oportunidades.

Esta es una sociedad desigual en la forma y en el fondo y, lamentablemente, hemos legitimado que así sea.

Más de alguien habrá escuchado a algún chileno comentar sorprendido que los taxistas de Buenos Aires son rubios y de ojos claros, como si determinados fenotipos estuvieran vinculados a determinadas categorías ocupacionales y, más grave aún, como si existieran categorías ocupacionales de primera y de segunda.

O que en Europa es carísimo contratar un gasfíter, un albañil, o personal de servicio doméstico por hora. Pero pagar salarios tan altos para ese tipo de oficios es un privilegio que sólo pueden darse los países ricos, acá sería un desincentivo el empleo y al crecimiento. Así que mientras tanto validamos el actual orden de cosas y nos parece normal que la “nana” no le sostenga la mirada a su “patrona”.

Afortunadamente las cosas parecen estar cambiando. Ahí tenemos las denuncias públicas por el maltrato a las nanas en distintos condominios de Chicureo, que no cabe duda que se repiten en muchas casas del barrio alto, pero que ahora son tema de debate, porque cada vez son más quienes están dispuestos a denunciar y los que hacen eco de esas denuncias.

Ahí tenemos también el movimiento social, denunciando al sistema educacional, de salud, bancario, de pensiones, y tantos otros que han institucionalizado la desigualdad simbólica.

Los chilenos estamos aprendiendo a levantar la voz y a sostenerle la mirada a nuestros conciudadanos, porque nos sabemos todos iguales y sujetos de los mismos derechos. Los derechos no se negocian ni se transan, a pesar de las cancelaciones de matrícula o las derrotas en tribunales. Este es un paso enorme hacia el fortalecimiento de la ciudadanía. Aunque queda, sin duda, mucho por hacer para que las cosas cambien.

Me interesa, no obstante, poner sobre la mesa otro argumento en que solemos detenernos menos, pero que también da cuenta de la escasa capacidad de la ciudadanía para actuar colectivamente y comprometerse con los asuntos públicos.

Es el del excesivo individualismo y la falta de solidaridad que nos caracteriza. Chile entero se pone con la Teletón y demuestra una vez al año su espíritu solidario. Pero nuestro día a día está lleno de experiencias simbólicas de un individualismo exacerbado.

Doblamos en segunda fila porque en la primera hay tres autos antes de nosotros que también van a doblar, aunque eso signifique detener el transito del que viene detrás nuestro; tratamos de saltarnos la fila y ponemos cara de distraídos cuando alguien nos llama la atención al respecto; miramos para otro lado en la micro y el metro para no dar el asiento a una mujer embarazada.

¡Eso pasa en todos lados! – pensará más de alguien. Hace no mucho tiempo un amigo argentino me hizo un comentario que da que pensar al respecto.

Me acompañaba a estacionarme paralelo a la calzada en una calle de Santiago, y cuando íbamos a bajarnos del auto me comenta que dejé puesto el freno de mano y que debo sacarlo. Cuando le pregunto por qué, me explica que en Argentina la gente deja el auto sin freno de mano porque así, quien necesita estacionarse puede moverlo para agrandar un espacio. Esa es una práctica imposible para nosotros.

Que nadie toque mi auto, yo lo dejo donde quiero y no es mi problema si el que llega después no tiene espacio (de hecho muchos ni siquiera se dan el trabajo de estacionar entre las líneas demarcadas para hacerlo en supermercados y centros comerciales).

Esta es una anécdota menor, es cierto, y puede haber muchas razones para “defender el freno de mano puesto”, pero simboliza bien nuestra incapacidad de ponernos en el lugar de otros.

¿Estará también cambiando esto?

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