General (r) Cheyre y la banalidad del mal

Cuando Hannah Arendt fue a Jerusalem a presenciar el juicio de Eichman, después de asistir a algunas sesiones su conclusión fue la famosa idea de la “banalidad del mal”, que tanto molestó en su momento y que solo hoy día se ha asentado como una verdad difícil de rebatir.

¿Eichman era un monstruo, un espécimen degenerado de la humanidad, un depravado capaz de las peores atrocidades imaginables como las que relataban los sobrevivientes de los campos de concentración, o era un simple burócrata que cumplía órdenes que venían de un régimen odioso y repudiable, cuyos más altos dirigentes habían inventado una maquinaria de muerte y destrucción? 

En otras palabras, ¿las acciones de Eichman por las cuales se lo estaba juzgando, eran de única responsabilidad suya, o tenían más bien su raíz en la estructura de mando en la que Eichman se insertaba y ante la cual éste buscaba cumplir órdenes a cabalidad sin cuestionar su moralidad?

¿El mal en este caso provenía de una acción individual de la que el individuo tenía que dar cuenta, o de un régimen abyecto en el que Eichman se mostraba como un funcionario responsable y que cumplía a cabalidad lo que sus superiores le ordenaban?

Lo que buscaba mostrar Arendt era que se puede hacer el mal en sus versiones más extremas, sin necesidad de ser intrínsecamente malo y, por lo tanto, no se puede juzgar al individuo como si fuera único responsable de sus actos, aunque, por cierto, esta inclusión en la maquinaria de la maldad no sea un motivo que le permita eludir sus responsabilidades personales. No las relativiza, solo permite comprenderlas mejor.

Recordamos esta idea porque es perfectamente aplicable al actual juicio del General® Cheyre. Ocupando el rango de Teniente durante los primeros meses del Golpe Militar se vio involucrado en  actos vinculados con la macabra Caravana de la Muerte. Según testigos, fue agente de torturas y de ejecuciones y posteriormente de actos de encubrimiento. Todos estos actos fueron ordenados por superiores, de modo que el acusado podría en este caso defenderse diciendo que cumplía órdenes y que actuó como un obediente funcionario de la institución a que pertenecía.

El problema en este caso es que el Ejército y, en general las Fuerzas Armadas chilenas, no se han hecho cargo de estos crímenes y que las políticas de los gobiernos posteriores a la dictadura, todos sin excepción se han dirigido a establecer que las responsabilidades en los casos de derechos humanos son individuales y no institucionales. Esta ha sido la línea que se ha seguido a partir de un acuerdo no explícito de las fuerzas de la Concertación con Pinochet quién buscó desde el principio que el Ejército quedara libre de toda culpa.

De este modo los militares han sido obligados a asumir personalmente las culpas propias y las de la institución, la cual, por su parte, no ha hecho jamás una revisión de las causas de las barbaridades cometidas por sus hombres, ni tampoco un análisis autocrítico público que pudiera darle garantías a la ciudadanía de que Nunca Más se cometerán estos hechos.

A Cheyre se lo ha llamado el General del “nunca más”, pero si bien esta declaración llevada a cabo por él ha sido un paso adelante en cuanto al distanciamiento que las instituciones armadas deben tomar frente a los hechos de la dictadura, ella no ha sido acompañada con un cambio estructural en la constitución misma de ellas, de una revisión de sus doctrinas equivocadas y de un juicio claro sobre el período dictatorial y la figura de Pinochet.

Todo ha ocurrido como si ellas fuesen instituciones que no tienen defectos, y en las que algunos de sus personeros durante un cierto tiempo hubiesen caído en excesos. El hecho de que las Fuerzas Armadas chilenas hayan traicionado el juramento de subordinación a la Constitución y de defensa de las instituciones democráticas, que hayan asumido directamente un rol político de ultraderecha pasando por alto su deber de no injerencia en los asuntos políticos, se ha pasado por alto y ningún gobierno se ha atrevido a poner en el tapete de las discusiones estos temas, que evidentemente son fundamentales para afirmar un proceso democrático.

Por otra parte, las Fuerzas Armadas no solo no han hecho una revisión de su pasado inmediato (el que tampoco ha sido hecho por los partidos que han gobernado desde que terminó la dictadura militar) sino que además, no han tenido ningún atisbo de colaboración con la justicia en los casos de derechos humanos.

Esto denuncia un hecho, que ellas no comparten el juicio de la mayoría de ciudadanos que condenan estos hechos, sino que tienen su propia visión de esta historia, la cual, sin embargo, no es pública. La no colaboración con la justicia no solo es la insistente negación a entregar antecedentes, sino en algunos casos la abierta ayuda que estas instituciones le han prestado a sus miembros que han sido procesados.

Hoy día no hay ninguna razón de fondo explícita (que no sea la puramente pragmática de que “el horno no está para bollos”) que nos asegure que los militares chilenos son verdaderamente demócratas. Frente a los hechos indignos de la dictadura han cerrado filas y se han alejado del resto de los chilenos que efectivamente han hecho una crítica que los desmarca de la dictadura.

En este cuadro, Cheyre tendrá que asumir sus propias culpas, las de su institución y además las de los políticos que no han sido capaces de exigirle a las Fuerzas Armadas las nuevas condiciones de la democracia. Lo que sí está claro, es que en este caso, la banalidad del mal nuevamente no podrá exorcizarse apelando a que el Teniente Cheyre se limitaba a cumplir las órdenes de sus superiores y la razón de ello es que sus superiores, los que vinieron después y él mismo no fueron capaces de asumir la responsabilidad institucional de las atrocidades cometidas durante la Dictadura militar.

Quieren apelar inocencia sobre la base de que cumplían órdenes, pero no han sido capaces de denunciar ni de juzgar a quienes se las daban. 

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