Los antiguos griegos llamaban a los hombres "los mortales". Nos definían desde nuestros límites, no desde nuestras potencialidades, desde nuestra dolorosa carencia que nos impone una circunstancia de la que no somos responsables, pero de la que tenemos que hacernos cargo desde el inicio de nuestra vida consciente.
Somos mortales, nuestra vida es con necesaria fecha de término. No sabemos cuando será, pero no podemos dudar de que algún día será, inexorablemente. Y aunque nuestras creencias religiosas nos muevan a imaginarnos que más allá de esta vida nos espera otra tal vez más perfecta y eterna, nadie podría negar que esta se termina y que ese término pertenece a la esencia misma de lo que somos, vistas las cosas desde una perspectiva laica, unitaria, perteneciente a lo común, que en estos días de discusión constitucional es una exigencia para todos.
Somos mortales. ¿Pero solo eso tenemos en común? No. También somos todos diferentes. Somos iguales en que somos todos radicalmente diferentes. Somos de un tiempo, de una generación, de una historia determinadas. Y también somos de un lugar, venimos de un país, pertenecemos a una circunstancia geográfica y política determinada. Pero no solo eso. Curiosamente, a pesar de esta especificidad de origen, estamos abiertos a todo lo que existe: podemos atravesar con nuestra imaginación los infinitos mundos que también existen y todas las épocas anteriores y futuras de la humanidad y del universo.
Somos seres limitados que no conocen límites. Somos la finitud extrema en la infinitud más amplia que pueda pensarse. Y este extraño rasgo de finitud y apertura es lo que nos hace ser unos cualquiera. Cualquier hombre en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Esta "cualquieridad" es lo que permite que nos podamos ubicar en la piel de cualquier otro y compartamos con los demás todas las especificidades de nuestro extraño destino.
Yo soy como soy y lo que soy, pero podría ser como cualquier otro de mi misma especie. Soy chileno, pero podría ser africano o finlandés. Una cosa como otra son especificidades humanas que podrían haber sido perfectamente las mías, aunque de hecho en la actualidad no lo sean. Y eso es lo que me abre hacia la universalidad que constituye la esencia de mi ser.
Pero, además, comparto con todos los hombres el no poder saber de manera absoluta qué somos, por qué estamos en el mundo y qué debiéramos hacer en él para ser felices. Nuestro saber solo es relativo y eso hace que la política y las religiones sean apuestas, esperanzas, posibilidades, nunca realidades absolutas. No podemos estar seguros de que nuestras opciones sean las mejores para todos (as) y ni siquiera para nosotros mismos. De ahí el absurdo de los sectarismos, de los absolutismos y de los fanatismos.
Si las cosas son como las estoy mostrando existe una identidad de condición en todos los seres humanos que es la base misma de lo que cada uno de nosotros es. Razón determinante de la exigencia de solidaridad que debe existir siempre entre nosotros.
Estamos dentro de una circunstancia que ninguno de nosotros ha elegido, obligados a hacernos responsables de nuestra propia existencia, condenados todos a vivir la vejez y la muerte, la fragilidad ante las enfermedades y ante los desastres que de pronto nos asaltan en un mundo en que nunca podremos planificar ni prever completamente lo que nos ocurre. Vagamos a tientas en los tiempos infinitos cuyo errar llamamos "historia". Por eso el desamparo es la esencia misma de la humanidad. Y por eso darse una mano es la mínima exigencia que debería establecerse entre nosotros.
Ojalá que cuando se escriba en la Nueva Constitución que "todos los chilenos somos iguales" no se piense solamente en la igualdad ante la ley, sino también en esta otra igualdad más radical en la que la primera se funda y que nos invita a pensar y a actuar en la más profunda solidaridad con el otro, cualquiera que este sea, ese otro que, esté en la postura que esté, comparte con nosotros los límites de nuestra existencia en esta pausa de luz que llamamos vida.
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