La política, en estricto sentido o en el sentido que actualmente le damos, sólo es una actividad que existe desde la Revolución Francesa. Ella presupone la noción de ciudadanía y el derecho y/o deber que le corresponde a cada ciudadano de participar en los asuntos públicos.
En sociedades anteriores a la modernidad existieron actividades de personas que buscaban participar en la disputa por los asuntos del Estado, pero ni todos los que estaban concernidos tenían acceso a esta disputa ni eran actividades abiertas y públicas ellas mismas. De ahí que la política tenga en su fundamento los derechos del ciudadano consagrados por la revolución.
La base de la política está en el reconocimiento mutuo de la legitimidad que posee todo ciudadano de participar en ella. De ahí que la política transforma el conflicto social y la disputa por el poder en una actividad regulada en la cual se supera la violencia de las circunstancias históricamente anteriores. En efecto, antes del reconocimiento mutuo de la legitimidad de las diferentes posturas ante el conflicto político y antes del acuerdo de que las desavenencias entre ciudadanos, se dirimirán a través del voto las disputas por el poder arrastraban necesariamente hacia el desorden. Daban lugar a diferentes tipos de complots y a diversas formas de sujeción de unos por otros por medio de la violencia física, esto es, la guerra.
La política entonces es la transformación de la guerra en una actividad que responde a la interrelación que existe entre los ciudadanos, que los hace dependientes unos de otros en orden a resolver los problemas de la vida en común.
Lo esencial para que la política cumpla su rol pacificador es que los ciudadanos no deslegitimen la posición de sus adversarios. El reconocimiento de que la diferencia no hace al otro un enemigo de guerra es lo que hace posible la sociedad democrática.
Por eso, la moralización del conflicto político es extraordinariamente peligrosa. La moral existe y funda la lucha entre el bien y el mal, conflicto que tiende al absoluto y que es necesariamente excluyente. Por lo tanto, no admite ningún reconocimiento de la validez del pensamiento del adversario. Si el adversario es el mal, entonces lo único válido frente a él es su eliminación. La moral conduce necesariamente a la guerra.
La moralización del conflicto político hace inviable la democracia, porque al deslegitimar al adversario invalida los procedimientos que la democracia posee para administrar los conflictos. Entonces todo se vuelve una lucha en la que se persigue la neutralización y la anulación del otro. No es que sus posiciones respondan simplemente a una diferente manera de pensar o imaginar la sociedad del futuro, son designios malignos que buscan destruir y que por ello deben ser aniquilados. El adversario maligno no tiene ningún derecho, es una vergüenza que exista y hay que someterlo sin piedad.
El uso de la mayoría para llevar a cabo esta anulación del otro, en caso de que estas posturas adquieran fuerza, puede generar lo que los especialistas han llamado "la dictadura de las mayorías", es decir, una acción que desconoce los derechos ciudadanos de las minorías y les cierra todo camino para hacer escuchar sus ideas y sus demandas. La justificación es que siendo estas posturas expresión de un designio malévolo, ellas deben ser extirpadas de la sociedad.
Todo esto forma un cuadro en el que el talibanismo y la moralización propician un sectarismo y una intolerancia destructivos que invalida la democracia y le abre paso a la violencia. Entre los efectos nefastos que esto puede producir está la retirada de las minorías de la discusión política, lo que invalida de inmediato las instituciones en que estas discusiones puedan dirimirse democráticamente. Así, el purismo conduce a la exclusión y termina con la democracia. Quedan sólo los puros discutiendo entre ellos mismos, confirmándose mutuamente su equivocada astucia y celebrando la imposibilidad de lo común en la que se ahoga la democracia.
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