Hace unos días, leí en una publicación de un diario online, preguntas que se hacían a extranjeros de distintas nacionalidades, residentes en nuestro país. Una de las preguntas era, ¿qué es lo que no te gusta de Chile?
Las respuestas, variadas, deben ser conocidas. Una francesa, por ejemplo, dijo que nuestro sistema de salud, pues para una persona acostumbrada al estado de bienestar en este ámbito, lo que ha visto le parece angustiante. Un ecuatoriano respondió que la enorme brecha entre ricos y pobres; un chino, que la gran cantidad de basura en las calles; y así las respuestas iban entre hechos tremendamente lamentables, como los expuestos y, otros, que podemos considerar casi normales, como la comida o los terremotos.
Pero hubo una respuesta que me quedó dando vueltas. Francamente me estremeció, no tan solo por su contenido, sino por quien la expresó. Una pequeña niña boliviana, de 9 años, quien respondió que lo más le desagradaba era “que hablen mal de mi país, que discriminen a mi país”.
El artículo 1° de la Declaración Universal de Derechos Humanos señala que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”
Entonces, de la respuesta de la niña , podemos extraer dos conclusiones posibles: o los chilenos no estamos dotados de razón y conciencia, para poder comportarnos fraternalmente los unos con los otros o, el Estado está dejando de lado un rol esencial para todo estado que se hace llamar respetuoso de los derechos humanosy que pretenda dar cumplimiento a la declaración citada, como es el de realizar políticas públicas en materia de migración respetuosas de la dignidad de la persona humana.
Me rehúso a pensar que es la primera opción; estoy convencido que se trata de lo segundo, de esa deuda que el Estado mantiene con los inmigrantes.
Lo anterior, porque en nuestro país la regulación migratoria, se encuentra contenida principalmente en una norma de 1975, el Decreto Ley N°1094 de dicho año y su respectivo reglamento. Esto nos enfrenta a dos horrendos problemas.
El primero y más obvio, es que nuestra principal regulación sobre una temática inescindiblemente unida a los derechos humanos como es la migración, se encuentra regulada por un decreto y un reglamento dictados durante una dictadura que, sobre la política de la “seguridad nacional”, los infringió, pasó a llevar y pisoteó sistemáticamente por 17 años, degradando la dignidad de miles de personas.
El segundo, pero no menos grave, es que dicha regulación fue creada hace 41 años, en un contexto migratorio diametralmente distinto al que actualmente vive nuestro país, lo que la hace no tan solo insuficiente, sino que verdaderamente inadecuada para nuestros tiempos, dejando a miles de migrantes provenientes de distintos países, que viajan a Chile en busca de oportunidades y con la esperanza de una mejor calidad de vida, en el más absoluto abandono y desprotección legal.
Por otra parte, teniendo absoluta claridad y conocimiento de que en los últimos 10 años el número de extranjeros residentes en nuestro país ha aumentado en más de un 50 por ciento, la verdad es que no se ha implementado ni una sola política educacional de carácter nacional, que apunte de manera seria y efectiva, a la concientización de nuestros niños respecto de la importancia de la inclusión, respeto y aceptación de los extranjeros, provengan estos de donde provengan, sea cual sea su color de piel, modo de hablar, forma de vestir y creencias.
Frente a lo anterior, en el Congreso seguimos esperando desde que se inició este Gobierno, que se haga ingreso de la indicación sustitutiva prometida al comienzo de la gestión, al Proyecto de Ley de Migración y Extranjería, que iniciara su tramitación hace ya más de tres años y con el que pretendemos al menos dar solución a la tremenda desprotección legal que sufren actualmente miles de migrantes.
Ahora bien, como ya decía, este asunto no solo tiene una causa legal, sino que también cultural.
Hoy, con más fuerza que nunca, urge entender que la discriminación en cualquier sentido es repudiable, pero aquella que tiene que ver con la etnia, raza o cultura, es de las más atroces e intolerables.
No permitamos que aquellos que ya viven momentos de tremendo dolor por no estar en su tierra, junto a sus seres queridos, vivan el desahucio de tener que vivir una cultura diferente, como cantó León Gieco.
Permitamos que esa niña boliviana, que a sus cortos 9 años repudia la discriminación, y todos quienes vienen a visitar nuestro país, se den cuenta, como ya decía Chito Faró en 1942, de cómo queremos en Chile al amigo cuando es forastero.
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