En el último tiempo nos hemos podido percatar cómo diversos medios de comunicación han adoptado una práctica, bastante cuestionable al menos, y que se refiere a la especie de festín que hacen con los hechos delictivos.
Pero, ojo, hechos delictivos que podríamos llamar de “poca monta”, que tienen un alto impacto en la sensación de miedo de las personas; pero, que en realidad, si bien no dejan de ser situaciones del todo repudiables, no generan por regla general más que perjuicios pecuniarios y la gran mayoría de las veces de poca cuantía.
Cada vez nos hemos acostumbrado más a tener portadas de diarios y noticieros informativos, además de matinales, repletos de noticias que hacen alusión a robos callejeros, “portonazos”, robos en supermercados, multitiendas, etc.
Si consideramos esta situación a priori y con la cantidad de recursos que destinan los referidos medios a su publicación, efectivamente no sería para nada extraño que alguien pudiera pensar que Chile está siendo conquistado por una ola de delincuencia, que el país está descarrilado y que ya ni siquiera es seguro caminar por las calles.
Ahora bien, lo hasta aquí dicho se torna grave si consideramos las reales consecuencias que el sensacionalismo indiscriminado de los medios de prensa puede aparejar y del que debemos ser especialmente cuidadosos. Pues, cuando infundo miedo en la población, logro que poco a poco esté dispuesta a tranzar distintos aspectos de su vida, con tal de que el Estado le ofrezca mayor seguridad.
Es paradógico, las personas exigen mayores restricciones para sentirse seguras, sin percatarse de un detalle, cual es que con cada nueva restricción, se reduce un poco más su ámbito de libertad. La guinda de esta amarga torta, la ponemos los legisladores, cada vez que hipnotizados por el manipulado sentir popular, tomamos la bandera de la política del terror y nos dedicamos a la tarea de legislar con “mano dura”.
En este sentido, para muestra un botón: el 05 de julio recién pasado, se publicó tras casi un año y medio de discusión parlamentaria, la denominada ley de “agenda corta anti-delincuencia”, que trajo consigo innumerables restricciones a las libertades de las personas, siendo de las más cuestionables, no solo por mí, sino que por destacados entendidos en la materia, como el entonces Presidente de la Corte Suprema Sergio Muñoz, el denominado “control preventivo de identidad”, con el que se le otorgó una bandeja de discrecionalidad a la autoridad policial para aplicar la más aborrecible discriminación respecto de quiénes pueden ser considerados sospechosos y quiénes no.
De más está que destaque el perfil de quienes serán, con cada vez más frecuencia, objeto de este tipo de controles, pues tengo la percepción de que hay un prejuicio generalizado al respecto.
Casos como el anterior son innumerables, considerando la cantidad de reformas que se han introducido a nuestra “garantista” reforma procesal penal. Casos como el anterior, simplemente son intolerables en un Estado que se hace llamar “democrático de derecho”.
Así las cosas, no puedo sino reflexionar que es innegable que en nuestro país la delincuencia es una realidad, pero tengamos claridad en algo, en las ciudadades chilenas no se cometen más delitos que en otras metrópolis del mundo.
Luego, más que desgastarnos haciendo diagnósticos y reiterando una y otra vez aquello que sabemos que ocurre -y no sólo en el sector oriente de la ciudad - , debemos ser capaces de mirar un poco más allá.
Llevamos años reiterando la fórmula de la “mano dura”, la política del “garrote”: aumentando la dotación de las fuerzas de orden y seguridad, alargando las penas de ciertos delitos (de bagatela), restringiendo las garantías del imputado, restringiendo los mecanismos de selección de casos con que cuenta el Ministerio Público, aumentando las atribuciones de las policías, etc. Y, aun así, podemos afirmar que la delincuencia en el país no ha disminuido, que los delitos se siguen cometiendo y que la gente sigue esperando respuestas efectivas más que efectistas.
En mi opinión, ninguna de todas las recetas que se han propuesto puede llegar a tener siquiera una luz de esperanza, si no apuntamos al problema real. En nuestro país hay verdaderas fábricas de reproducción de la delincuencia, ¿es que acaso le podemos exigir a un niño que se crió en una población atormentada por el flagelo de las drogas, con balaceras a cualquier hora del día, a cuya madre prácticamente no ve por su larga jornada de trabajo, sin espacios de recreación, que sea un ciudadano intachable?
Me parece que tal exigencia sería injusta. Y más injusto me parece que no nos hagamos cargo de esa realidad, que no combatamos la delincuencia desde su fuente, que sigamos con políticas que segreguen, que aparten, que excluyan, que generen en las víctimas de esa exclusión un sentimiento de desapego con la sociedad que los aparta, un sentimiento de ira, el conocido “resentimiento social”.
Luego, por una parte, los medios de comunicación en este último punto, tienen un rol vital, toda vez que el sensacionalismo indiscriminado es un buen insumo para la exclusión, segmentación y segregación social. Es un imperativo ético de los profesionales de las comunicaciones dar un giro hacia una transmisión de información no tan pendiente del rating más que de culturizar y educar a la población. Por otra, los gobernantes debemos cambiar el rumbo.
Ya es hora de acabar con la mano dura y el garrote a secas, es hora de terminar con las agendas cortas y de una vez por todas darle rienda suelta a una agenda larga, una inclusiva, que implique la intervención y recuperación de barrios con políticas de ocupación del tiempo de los jóvenes, espacios de recreación, luminaria pública, planes educacionales de calidad, en fin, ya es hora de que le demos una luz de esperanza a quienes hemos decidido por años apuntar con el dedo y hacerlos culpables por una situación de la que, la mayor cantidad de veces, no son más que víctimas.
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