Chile necesita una nueva Constitución

Por años defendí, desde la academia, las publicaciones, las columnas de opinión y la participación política, la continuidad de la Constitución de 1980.  Pero he cambiado de opinión. Creo firmemente que es tiempo de una nueva Carta Fundamental para Chile, nacida desde la democracia y no de una crisis de institucionalidad como lo ha sido por 200 años.

Vivimos tiempos de cambios. Han pasado 26 años desde el retorno a la democracia, 36 desde la ratificación de la Constitución de 1980 y el modelo de transición que se extendió por años sobre una base de acuerdo tácito, hoy parece haberse quebrado. La crisis de credibilidad de nuestro sistema político evidencia esta realidad.

Nopodemos seguir evadiendo la situación. Nuestro sistema constitucional tampoco.

El Ethos constitucional de 1980 está superado por los hechos. Está fundado en la Guerra Fría, cosa que resulta evidente de sus aspectos más característicos. El problema de la Constitución vigente no es, como algunos pretenden, una discutible ilegitimidad de origen, sino su incapacidad, dado su concepto original, de responder en forma flexible a los desafíos que la sociedad civil hoy demanda.

La Constitución vigente es heredera de la tradición del Muro de Berlín, y el muro que se requiere derribar hoy ya no es este, sino el de la falta de politicidad de nuestra sociedad: la confianza en la política y en sus instituciones.La actual Constitución no colabora en ese objetivo.

Nuestra forma de convivencia social está sustentada en la desconfianza, no solo en las instituciones sino en el valor de la convivencia política. Todo lo público y lo político es mal evaluado por la ciudadanía. Dicho fenómeno, en parte provocado por causa del individualismo, se ha exacerbado hasta el punto de penetrar no sólo a las relaciones políticas sino a las personales y familiares. Y una Constitución, que nació de un quiebre institucional y de la suspicacia de la autoridad respecto de la participación ciudadana, no contribuye a restablecer las confianzas republicanas.

La política, por cierto, está siendo víctima de dicha falta de confianza y, por ende, la sociedad termina sintiéndose alejada de ella, lo que explica los bajos índices de participación ciudadana en los procesos electorales.

Ninguna de las ya innumerables reformas políticas efectuadas al texto Constitucional vigente han alterado realmente la sustancia, el elemento esencial de la Carta Fundamental. Como sociedad no podemos conformarnos con seguir “parchando” la Carta de 1980. Una Constitución fundada en una sociedad que ya no existe, no da respuesta cabal a los desafíos del siglo XXI.

La amenaza de que nuestra sociedad sea impulsada por medio de asambleísmos a mayores grados de restricción de las libertades individuales en pos de un Estado de Bienestar resulta más que evidente y actual. Los partidarios de la libertad y del respeto del Estado de Derecho debemos buscar fórmulas para superar este estado de disconformidad social con la política, que deriva inexorablemente en el predominio de populismos que, bien lo enseña la historia reciente latinoamericana, devienen en totalitarismos encubiertos de formas democráticas.

Chile, a mi juicio, requiere una Constitución breve, que delegue en la ley los aspectos que no sean fundamentales. Se hace indispensable, pues, una nueva Constitución que asegure la primacía de la persona humana por sobre el Estado, la existencia de un Estado Regional, una forma de Gobierno semiparlamentaria, la supremacía de la ley por sobre la autoridad de turno y la probidad como consecuencia directa de lo anterior, un adecuado sistema de control constitucional de las instituciones y de las leyes, consistente en la existencia de órganos adecuadamente contrapesados entre sí, con grados de autonomía, el incentivo a la participación de la ciudadanía por medio de partidos, asociaciones y otras formas de acción colectiva, la promoción de las libertades en todos los ámbitos y restringir el poder estatal, el pleno control civil sobre el poder militar y asegurar medios idóneos para el ejercicio y garantía de los derechos fundamentales.

Quienes creemos en la libertad estamos llamados a innovar y encabezar el proceso de transformación social, pero desde el consenso y no desde la equivocación de participar de un proceso que este gobierno ha pretendido imponer de facto. Debemos liderar porque, precisamente, creemos que ella, y no el estatismo restrictivo, es la esencia de la sana convivencia social. Como bien expone Tocqueville, “solo la libertad puede arrancar a los individuos del aislamiento en el cual la independencia misma de su condición les hace vivir, para obligarlos a acercarse los unos a los otros, animándolos y reuniéndolos cada día en la necesidad de entenderse, persuadirse y complacerse en la práctica de los asuntos comunes.”

El problema es que este gobierno ha llevado el debate en forma irresponsable, sin procurar el necesario consenso y legitimidad social: ni los asambleísmos, ni los cabildos manejados a dedo o a control remoto desde La Moneda, ni el congreso elegido por el sistema binominal, ni la Presidenta Bachelet afectada por los acontecimientos de público conocimiento, parecen hoy estar suficientemente legitimados como para poder llevar a cabo una transformación de esta envergadura. Parece más apropiado que un debate iniciado hoy culmine el 2018, año del Bicentenario, ratificado por un Congreso electo por un sistema representativo y por un plebiscito ratificatorio.

El 2018, bicentenario de la República, deberíamos darle en ofrenda a nuestra tradición republicana producir el primer modelo constitucional generado en democracia representativa, sin el humo de los cañones de Lircay, sin Ruido de Sables ni de aviones Hawker Hunter sobrevolando sobre la Moneda, sino sobre la base del consenso democrático.

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