El doble record de lo efímero

Los ministros debieran estar pensados para durar cuatro años, no cuatro días. Cuando esto sucede, algo malo está ocurriendo a nivel de quien los designa. Y lo peor es que, a medida que se siguen cometiendo errores de esta envergadura la confianza en estar haciendo lo correcto merma y las fallas se multiplican. 

Lo que no se dice, pero que es obvio, es que la fuente de los problemas no son los ministros designados. Ahora vuelve a ocurrirle a la misma persona, porque Piñera es el Presidente que acumula los dos nombramientos de menor duración desde la recuperación de la democracia y esto no puede ser por pura casualidad. (Por si lo han olvidado, el otro fue Fernando Echeverría, de RN, que fue nombrado como ministro de Energía en el primer gobierno de Piñera, y que tuvo que tuvo que renunciar a los tres por conflicto de interés). 

Ascanio Cavallo ha dicho, respecto del ex ministro Varela que “era un evidente error de designación desde el momento mismo en que asumió”. ¿Acaso se puede decir algo distinto de Rojas? No, y en este caso fue peor. 

Varela era un desubicado ingenuo. Su problema era decir lo que pensaba, y lo que pensaba era inaceptable. Aunque, por supuesto, resulta ser muy representativo de las convicciones de la derecha dura. 

Rojas es un desubicado con marco teórico. Alguien que venía a explicarnos cual es “la verdad verdadera”. Un doctrinario de guerra fría. Y despertó, de manera súbita, todos los fantasmas de la guerra fría. 

Varela provocó rechazo, Rojas provocó enojo. Cambiamos un desubicado por un talibán. Los desubicados provocan desconcierto, los talibanes inician conflictos y muchas veces mueren en ellos. Por eso son peores. Tal parece que la derecha está empeñada en darle un momento estelar a todos sus engendros, sacándolos de a uno de la caja de Pandora. 

Ha trascendido que Varela le dijo a Piñera (al saber su destitución): “Le pido perdón, Presidente, por haberle defraudado”. De ser cierto y si Piñera se hubiera permitido un momento de sinceridad, debiera haber respondido: “Al contrario, Varela, yo le pido perdón por haberlo nombrado”. Así ocurre con los que nunca debieron llegar a ser ministros. 

El error es presidencial, los erróneos han sido los colaboradores. Y la fuente de los problemas no está quedando indemne de sus faltas. No por nada la aprobación presidencial está separada cinco puntos de la desaprobación, cuando al inicio del gobierno estaba separado por treinta puntos. No por nada la desaprobación del gabinete supera en 8 puntos la aprobación en la última encuesta Cadem. 

No estamos ante desaciertos puntuales, la falla es más profunda y se relaciona con la pérdida de confianza. Las explicaciones dadas oficialmente para justificar el cambio de gabinete no han convencido ni siquiera a sus partidarios, mucho menos a la dirigencia de los partidos de derecha. 

Sospechan, con razón, que la baja en el apoyo ciudadano no se debe principalmente a las torpezas comunicacionales de algunos ministros. Tampoco las explicaciones del ministro de Hacienda (todo va bien, pero hay que darle tiempo para que esto que sea apreciado por el conjunto de los ciudadanos), no parecen concitar la atención de nadie en particular. 

Y es que, mirado desde la política, si el ciudadano común está intranquilo, comienza a perder la paciencia y empieza a manifestar descontento, algo malo está sucediendo, algo que no está siendo enfrentado como es debido y cuyos efectos no serán detenidos por declaraciones tranquilizadoras. 

Sea que se lo confiesen o no a sí mismos, en la derecha se tiende que el cambio de gabinete no resuelve nada, aparte de evitarse bochornosos y repetidos errores comunicacionales. Y ni siquiera eso bien implementado, como acabamos de ver con Rojas. 

Por ahora, la reacción oficialista consiste en pedir que se haga algo más para evitar que la tendencia a la baja se siga verificando. En concreto, lo que su coalición le pide al gobierno es que tome la iniciativa y acelere la implementación de las reformas económicas. Este será el camino escogido para remontar. 

En plena campaña, su confianza en el triunfo bien los pudo llevar a tener mucho más preparadas las iniciativas en materia previsional, tributaria o laboral. Todavía no tienen nada que mostrar al respecto. Y cuando lo hagan, tendrán que vérselas con la mayoría parlamentaria a la que ha tratado de hacer el quite, en materias polémicas, durante meses. 

El oficialismo ya no puede cumplir con las expectativas originales con que ganó la elección presidencial, básicamente porque se convenció y convenció a otros que su llegada al poder era sinónimo de crecimiento y de expansión del empleo. Su ocurrencia era una obviedad, con la cual ha conseguido un desencanto seguro porque, sea lo que sea que se consiga, llegará con retraso. 

Es la inseguridad lo que hace que un gobierno se exceda en comunicar que todo va bien. Y es la inseguridad en la actuación propia lo que hace que, de capitán a paje, se esmeren en contestar los dichos de Michelle Bachelet. 

Es una confesión de insolvencia política más profunda de lo que parece. Porque, desde el oficialismo, no hay quien ignore que su mejor respuesta era el silencio. Pero no se pudieron resistir a hablar, casi más para auto convencerse que para convencer a una opinión pública cada día más escéptica. 

Si los dichos gubernamentales estuvieran siendo respaldados por hechos perceptibles por los ciudadanos, no habría más que agregar.

Si lo que faltara fuera solamente un lapso un poco más extenso de gestión, bastaría con tener confianza, armarse de paciencia y aguantar, un poco más, las críticas. Pero aquí lo que brilla por su ausencia es, precisamente, la confianza.

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