Querida mamá, tres años desde que partiste en medio del silencio de una pandemia que no nos permitió, como a muchos, siquiera despedirte con tus seres queridos en torno tuyo.
Te escribo esta carta, sabiendo que me entenderás. Si hay alguien quien comprenderá mis palabras, mi reflexión, mis sentimientos, eres tú. La escribo también como un desahogo reflexivo, como una forma desde mi simple ciudadanía, en llamar la atención de quienes la lean.
En estos días se cumplieron 3 años desde que "oficialmente" se inició la pandemia en Chile. Más de 64 mil chilenas y chilenos han fallecido producto del Covid-19, y a diario, hasta hoy, siguen falleciendo.
Muchas son las secuelas de estos tres años, principalmente emocionales, en salud mental, pero también sociales y económicas. A pesar de la evidencia de éstas, la frecuente frase de "éramos felices y no sabíamos que lo éramos" ya no está tan presente en nuestras conversaciones. Esta frase, que significaba una revalorización de los afectos sociales, desde poder darse la mano, un abrazo, compartir con nuestros seres queridos, principalmente nuestros adultos mayores, cobró en esos días más dramáticos de la pandemia un valor superior.
Sin embargo, en los últimos meses, cuando la "normalidad" pareciera ser lo que ha vuelto, poco o nada de lo que añorábamos esos aciagos días, está presente en nuestra cotidianeidad. El clima anímico de nuestra sociedad tiene un sello de virulencia que se expresa en distintos aspectos.
Altos niveles de ausentismo laboral, incremento en las licencias médicas, la delincuencia si bien ha disminuido algo, en palabras de las actuales autoridades, ha aumentado su nivel de violencia. Los climas laborales están tensionados, los ataques y agresiones a las mujeres no disminuyen, el diálogo de sordos que prevalece en algunos actores políticos, que se expresa en la búsqueda más de "likes" que, de soluciones para la gente, son lo habitual.
Muchas y muchos dijimos entonces que debíamos sacar lecciones de esta dura experiencia pandémica. Sacar una moraleja. Cambiar, o al menos intentar ser mejores personas, volver a valorizar la comunidad como espacio de colaboración entre todas y todos, ricos y pobres, altos y bajos, gordos y flacos, hombres y mujeres, nacionales y migrantes. Muchas y muchos dijimos que no podemos seguir viviendo en una competencia desenfrenada donde todo vale, donde el yo se impone al nosotros.
Por ello a tres años de que comenzó esta pandemia, inédita al menos en el mundo contemporáneo, es válido preguntarse: ¿Cuál es mi moraleja? ¿Cuál es la moraleja de la sociedad chilena?
Me conoces mamá. Sabes que toda mi vida he sido un porfiado optimista. Yo creo que aún estamos a tiempo.
En medio de un mundo en guerras y olas migratorias por el clima y la violencia, en medio de un mundo donde surgen nuevos virus que desafían la ciencia, donde el clima nos sigue diciendo a la humanidad, cuiden la naturaleza; donde las nuevas generaciones de niñas, niños y jóvenes nos interpelan a los más adultos a volver mirarlos y escucharlos con atención y más amor (dejando nuestros teléfonos a un lado); en medio de toda esta realidad, creo y estoy convencido que aún estamos a tiempo para escuchar nuestras voces de hace tres años, escuchar las voces de las niñas y niños, las voces de nuestros ancianos, y sobre todo escuchar principalmente la voz de nuestra conciencia.
Escucharse, escucharnos es un imperativo moral.
En medio de esta realidad, parto colocando corazón y memoria en ti mamá, que eres parte de esos 64 mil seres humanos que no tuvieron la oportunidad que todavía tenemos nosotros, la oportunidad de ser mejores personas, la oportunidad de ser un mundo mejor.
Te abrazo mamá. Habitas en mi memoria y en mi corazón.
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