Mi homenaje a un hombre excepcional

Gabriel Valdés, uno de los más destacados políticos del país nos deja una herencia enorme.

Cómo olvidar que ocupó la Presidencia del Senado en 1990, cuando recién habíamos recuperado la democracia y esta Corporación tenía todavía fuertes resabios autoritarios.

Con senadores designados, con una instalación muy precaria en un edificio sin terminar, Gabriel Valdés le otorgó dignidad, presencia y peso al Poder Legislativo.

La historia también lo recuerda como el canciller que más tiempo permaneció en su cargo: todo el período de Eduardo Frei Montalva, donde destacó por su prestancia y por su capacidad de situar a aquella pequeña república de América del Sur, en tiempos harto más precarios, en el mapa de la política mundial.

Y no podemos soslayar su intensa y denodada lucha contra la dictadura, cuando regresó a Chile en 1981 tras dirigir el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Fue uno de los grandes artífices, tanto de los acuerdos con la derecha, que facilitaron la transición, como de la articulación de la Concertación en un todo unitario y coherente.

Valdés tiene, en ese hito de la historia, el mérito de haber logrado reconciliar al centro y a la izquierda, alianza que se rompió en los días de la Unidad Popular y que hizo posible el golpe de Estado.

Valdés, con su capacidad de diálogo y su manera de mirar el país por sobre las pequeñeces del día a día, logró recomponer esa alianza, que fue, en definitiva, el factor fundamental para derrotar a Pinochet y sus ansias de eternizarse en el poder.

Esa es, sin duda, la parte más conocida y reconocida de su historia: el Canciller, el Presidente de la Democracia Cristiana en los ochenta, el Presidente del Senado de la transición, el Embajador ante Italia y la FAO.

El hombre con sobrados méritos para haber sido Presidente de Chile, pero el azar le jugó en contra: no pudo ser.

Yo quiero homenajear otra de sus facetas.

Quiero rendir un homenaje a ese hombre que destacó por su sensibilidad ante el arte y la cultura.

Un hombre que no se quedó en el cultivo del buen gusto, sino que quiso también extender el goce de los bienes culturales a todos los chilenos.

Impulsó una ley de donaciones que hoy se conoce como Ley Valdés, para facilitar la inversión de la empresa privada en desarrollos culturales.

Cuántos espectáculos de música clásica, de danza, de teatro; cuántos libros de arte; cuántas exposiciones de pintura y escultura han sido posibles gracias a esta ley.

Valdés entendía que la cultura no puede ser el privilegio de unos pocos.

Entendía que la educación no es sólo la instrucción escolar, sino una tarea mucho más compleja que incorpora el aprender a apreciar el arte, la música, la pintura, la poesía.

Entendía que ahí se cruza una frontera decisiva para constituir una sociedad mejor, cuando el bagaje cultural no es privativo de unos pocos, y que ahí está la verdadera base para un país que estimula la creatividad, tanto como la habilidad y que así permite florecer los talentos de todos.

También destacó por su apertura al mundo, a las nuevas ideas, a los descubrimientos recientes.

No tenía formación científica, pero sí era capaz de apreciar y valorar el papel de la ciencia en la constitución del mundo contemporáneo, de sorprenderse y de tener curiosidad por el mundo que viene; y, por lo mismo, estaba atento a lo que surgía en el horizonte y desafiaba lo establecido.

Hay pocas personas así, sobre todo entre quienes no vienen del mundo de la ciencia. Me lo decían algunos destacados científicos que apreciaban el diálogo con Valdés por la apertura y claridad de su inteligencia. Y por eso, entre tantas otras razones, lo echaremos de menos.

Así como era capaz de disfrutar de las manifestaciones del arte más exigente, también vibraba con lo simple, con lo sutil, con  la fragilidad y con lo maravilloso y sorprendente de la vida, con aquello accesible para todos.

Esa sensibilidad para lo simple y lo complejo, para la gran catedral y la simple piedra, le permitía estar en contacto y entrar en sintonía con la gente más diversa y distinta.

Y eso es quizás lo que destaca al político excepcional.

Gabriel Valdés tuvo el don de unir lo  que hoy aparece como tan necesario y que nunca debió separarse: la política y el arte, la sensibilidad y el análisis, la cultura y la ciencia, la intelectualidad y la belleza.

Un hombre grande, librepensador, respetuoso de la democracia, amante y apasionado de la vida.

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