Días atrás, la Cámara de Diputados y Diputadas despachó para su promulgación la ley sobre Protección de Datos Personales. Después de varios intentos por legislar sobre el asunto y más de 15 años de discusión en total, el nuevo proyecto ha sido celebrado como un avance acorde con los cambios tecnológicos y que, según las autoridades, dejaría a Chile con un estándar similar al de la Unión Europea, referente en el tema.
Contar con una legislación moderna no puede ser sino un logro. Sin embargo, esto solo es un paso y no una provisión definitiva en un mundo que crecientemente gira en torno a tecnologías para el procesamiento de información y todo tipo de interacciones, con un cambio fundamental en la manera en la que las personas se comunican, trabajan, aprenden y se entretienen.
Y es que con la masiva digitalización de nuestras vidas y entornos -donde las herramientas digitales son parte de nuestra realidad cotidiana- nuestros datos son necesariamente digitales, y la recolección, el procesamiento y la transferencia de datos se han redoblado. Muchas veces esto ocurre sin nuestro conocimiento o control; otras, sin mayor consciencia nuestra sobre los alcances de la entrega de nuestra información, como cuando respondemos sin problemas cada vez que nos preguntan "¿me da su RUT" hasta para comprar pan. Con nuestro RUT, por ejemplo, se puede acceder a todo tipo de otras informaciones, muchas veces online y sin mucha dificultad, como el nombre completo, la fecha de nacimiento, la militancia política, los bienes raíces o los lugares de trabajo.
Estamos insertos en una sociedad digital y digitalizada; necesitamos también una cultura digital que tome en cuenta cómo es que se recolectan nuestros datos personales, la importancia de proteger su tratamiento y cómo lidiar con los dilemas que suponen la casi omnipresente captura de datos personales a cambio de servicios gratuitos. Las normas, valores, prácticas y expectativas compartidas por la gente en un contexto de digitalización deben considerar cuáles son nuestros estándares de calidad, transparencia y seguridad de información ligada a individuos.
No es un tema menor. Todos tenemos experiencias y anécdotas que contar con el tratamiento abusivo de nuestra información personal, como las llamadas o mails no deseados que recibimos regularmente. También se ha vuelto cotidiano almacenar y acceder a datos personales por internet. Pero también tenemos que desarrollar mayor consciencia sobre las implicaciones de la recolección y gestión de datos que tradicionalmente eran privados, pero que a veces ni nosotros mismos protegemos.
Hace unos meses, Worldcoin, una compañía con presencia en varios países, escaneaba el iris de personas en diferentes ciudades de Chile a cambio de criptomonedas. Más allá de los cuestionamientos por la ausencia de mecanismos de privacidad eficientes o de información transparente a los usuarios (que redundaron en una denuncia del Sernac contra la compañía por infracción de la ley del Consumidor) un dato importante es la acogida que tuvo la oferta de Worldcoin. Según reportajes de prensa, unas 200.000 personas -el 1% de la población chilena- habría aceptado el registro de un dato biométrico único y sensible sin mayores garantías, transparencia ni seguridad, todo por el equivalente a unos 90 mil pesos.
Los datos personales son muy valiosos. Ya lo saben las grandes empresas tecnológicas que le han sacado el jugo a la gran cantidad de datos que toda persona genera, gestiona, edita o comparte cada día. Cada like que damos en Facebook, Instagram o Twitter dice mucho sobre nosotros y los diversos mecanismos algorítmicos asociados para clasificar y analizar los datos que recopilan plataformas y herramientas digitales desempeñan un rol cada vez más prominente en la gestión y la conducta de la vida cotidiana. Es lo que el filósofo Yuval Noah Harari llamó "la religión de los datos", una suerte de culto respecto al poder de los algoritmos en un mundo cada vez más definido por la inteligencia artificial y el big data.
Es por eso que es clave formar a las personas durante todo el curso de la vida en las nuevas alfabetizaciones -informacionales, digitales y algorítmicas- para ayudarlas a discernir mejor sobre derechos y obligaciones respecto de sus identidades, datos y prácticas digitales. Sin habilidades ni herramientas para sortear el mundo digital -que ya sabemos no están igualmente disponibles para todos- la contienda seguirá siendo desigual.
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