El "amarre" al poder

En las relaciones personales existe una figura conocida como el "amarre": un ritual de brujería o esoterismo que busca retener al otro en una relación forzando su permanencia y anulando su libertad. No es cariño ni compromiso, sino miedo a perder control. Algo muy parecido es lo que hoy vemos en el debate sobre el empleo público y el llamado "amarre" impulsado por el Gobierno, a través del proyecto de ley sobre reajuste al sector público. Más que una preocupación genuina por la estabilidad institucional, lo que asoma es la ansiedad de no soltar el poder, incluso cuando la ciudadanía ya decidió un cambio de rumbo.

La centroizquierda convivió durante décadas con el Estado desde dentro, construyendo una administración pública profesional, con funcionarios de carrera que, en la mayoría de los casos, ingresaron y se mantuvieron con reglas claras, y entendiendo -como regla básica de la alternancia- que los cargos de confianza política se ponían a disposición con la llegada de un nuevo gobierno. El Frente Amplio, en cambio, llega tarde al Estado y lo hace con una desconfianza estructural: hacia las instituciones, hacia la alternancia y, en el fondo, hacia la idea misma de que el poder es transitorio.

Esa desconfianza explica buena parte del problema actual. Hoy se nos pide "confiar" en la buena voluntad de los funcionarios de confianza política, como si el sistema pudiera descansar en gestos individuales. Pero lo que no se dice es que, si esos funcionarios no renuncian, el diseño que se intenta aprobar obliga a aplicarles los mismos procedimientos pensados para funcionarios de carrera. La supuesta protección es inmovilización. No es ingenuidad, sino cálculo.

El llamado "amarre" se presenta como una respuesta al estándar de confianza legítima de dos años. Pero, en rigor, no introduce ninguna novedad real. Ese criterio existía antes y, además, los funcionarios con 5, 10, 15 o 20 años de servicio seguirán -como siempre- contando con tutela judicial. La Corte Suprema ha sido consistente en exigir motivación, procedimiento y respeto al debido proceso. Lo que se sanciona no es solo el tiempo, sino también la arbitrariedad.

Por eso resulta inevitable preguntarse por qué esta discusión no se dio durante los cuatro años de gobierno, cuando existían mayorías e instrumentos para hacerlo bien. ¿Por qué ahora, justo cuando entra una administración de otro signo político? La conveniencia resulta evidente. Se intenta introducir una regulación estructural dentro de una ley -el reajuste del sector público- que históricamente se ha utilizado para fines ajenos a su objeto, utilizando ese vehículo como un atajo que tensiona la idea matriz del proyecto y evita un debate abierto, funcionando en los hechos como un bypass a Contraloría y a la propia jurisprudencia de la Corte Suprema.

A esto se suma un error de fondo: tratar como iguales situaciones que no lo son. El empleo público no es homogéneo. No es lo mismo un funcionario de carrera que alguien en un cargo de confianza -un jefe de gabinete, un director jurídico o un jefe de división-. Frente a un cambio de autoridad, es legítimo modificar esas designaciones, reasignar funciones o redefinir equipos.

Cuando esa flexibilidad desaparece, los primeros meses de gobierno se consumen sorteando rigideces absurdas. El resultado es conocido: funcionarios de confianza sin funciones reales, percibiendo remuneraciones, mientras los funcionarios de carrera sostienen la operación. Eso no es protección laboral. Es ineficiencia y una distorsión poco digna del Estado.

Como en el amor, el amarre no nace de la confianza, sino del miedo a soltar. No ordena la relación ni la mejora: solo la estira artificialmente. En política ocurre lo mismo. Gobernar amarrando no fortalece el Estado; solo delata la incapacidad de aceptar la alternancia.

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