En plena lucha contra la dictadura llegó a mis manos El Miedo a la Libertad, de Erich Fromm. Me conmovió en ese entonces en pleno periodo de formación profesional, aun hoy lo recuerdo con especial atención y se ha quedado en los anaqueles de los buenos libros que he leído y que recomiendo.
Fromm, recordemos, está decidido a comprender las causas y consecuencias del auge del fascismo en Europa a mediados del siglo XX. Busco la frase exacta, “hemos debido reconocer que millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella”. Me asusta el sólo recordar a quienes conciben la historia como ciclos sucesivos en los cuales el hombre (y la mujer habría que agregar) no trepida en repetirla o tropezar con la misma piedra.
Es cierto que Erich Fromm vivió otra época, pero su posición con respecto a la solidaridad moral y al adoctrinamiento político no sólo resiste la prueba del tiempo, sino que además amerita ser recordada a la luz de nuestra convulsionada forma de vivir.
En efecto, no existe en la historia humana una época tan proclive al temor, la angustia y la renuncia a la libertad como la moderna. La suma de miedos de nuestro tiempo se escriben con palabras como “terrorismo”, “calentamiento global”, “mutación genética” de nuevos virus o “desastres naturales”.
La angustia, en este contexto, es una derivada del ejercicio de la propia libertad, del desamparo que implica valerse por los propios medios en una sociedad que ha sometido todo al arbitrio del poder del dinero en la competencia mercantil, donde el hombre adquiere la necesidad de someterse al prójimo, y éste de renunciar a su libertad para ganar mayor seguridad.
Así, quien es dominado necesita un dominador que le haga la vida más segura y donde el asistencialismo y el paternalismo son dos ejemplos claros de los riesgos expuestos.
Da escalofríos pensar el advenimiento de un “nuevo ciclo” al cual se va en búsqueda de seguridad, estabilidad y certezas.
Fromm sugiere comprender las necesidades del hombre como socialmente dadas: “las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no forman parte de una naturaleza humana fija y biológicamente dada, sino que resultan del proceso social que crea al hombre. En otras palabras, la sociedad no ejerce solamente una función de represión - aunque no deja de tenerla -, sino que posee también una función creadora”.
Fromm se definía como humanista y socialista, no obstante su concepción del socialismo variaba considerablemente de la que imperó en buena parte del siglo XX.
El propósito del socialismo debía ser el de promover la individualidad y no la uniformidad, alentar la liberación de la servidumbre económica, promover la solidaridad humana y eliminar toda manipulación o dominio de unos sobre otros, el objetivo central debía establecerse en crear una sociedad donde el ciudadano participara activa y responsablemente en las decisiones.
La producción y el consumo deberían subordinarse a las necesidades humanas y además tendría que establecerse como principio fundamental el de la utilidad social y no el de la ganancia material.
Una de sus propuestas más visionarias la llamó “sueldo asegurado” o “ingreso garantizado”, que consistía en asegurarle a toda persona sin un ingreso, un sueldo mínimo que le permitiera cubrir sus necesidades básicas.
El efecto más liberador de la medida se vería en que “la gente aprendería a no temer, puesto que ya no necesitaría tener miedo al hambre”, y la sociedad debería evaluar en costos de criminalidad y drogas, y también considerando otras formas de ayuda social, si el ingreso garantizado no le resultaría mucho más económico.
Así, el ideario frommiano está cruzado por las grandes aspiraciones de la modernidad: la búsqueda de la igualdad y de la libertad, dos principios fundamentales que en nuestro tiempo permitirían construir una sociedad donde se priorice el interés de las personas y no las ganancias empresariales o los beneficios para una clase política privilegiada que se ubica por encima de la mayoría.
Para Fromm “el único criterio acerca de la realización de la libertad es el de la participación activa del individuo en la determinación de su propia vida y en la de la sociedad, entendiéndose que tal participación no se reduce al acto formal de votar, sino que incluye su actividad diaria, su trabajo y sus relaciones con los demás. Si la democracia moderna se limita a la mera esfera política, no podrá contrarrestar adecuadamente los efectos de la insignificancia económica del individuo común”.
A casi cuarenta años de su muerte, la vigencia de sus planteamientos parecen cobrar vitalidad como la de tantos humanistas que a través de la historia han advertido los riesgos de nuestro comportamiento individual y colectivo, y que bien valen un respiro tomarse estos días para iluminar nuestro camino y las decisiones que tomamos.
Se ha dicho que las crisis son también oportunidades y la actual, siendo la mayor en lo que va corrido el nuevo siglo, bien puede ser la de las decisiones que nos permitan avanzar en la dirección de la sociedad que por generaciones hemos venido soñando, luchando y construyendo.
Estos días de convulsión social me han recordado esta lectura que marcó mi definición política y me ha permitido preguntarme cuánto de riesgo corre nuestra libertad o si la aspiración a un mayor bienestar es una lucha sin miedo a perderla.
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