Mi padre no murió hace casi dos años de Covid-19. Simplemente "se desvaneció en el delgado aire, suave y misteriosamente"(1). Estoy seguro que en el camino al otro mundo, en dirección a Dios, se topó con Ennio Morricone y se sonrieron, ya que los dos aspiraban a "no molestar". Fueron recibidos por sus seres queridos y amigos de antaño, quienes se les habían adelantado y los esperaban con impaciencia.
Es algo poco común en un mundo como el actual, en que las personas luchan por destacar, por ser influencers, por llamar la atención sobre sus acciones más mínimas y quizás poco importantes, aparezcan de improviso personas como mi padre, quienes precisamente optaron por el anonimato y que abogaron por una conducta sobria y republicana.
Gastón Devia Rojas (Q.E.P.D.) fue un hombre de provincia y toda su vida fue orgulloso de aquello. Sus recuerdos del Colegio Alemán de Villa Alemana, de los Padres Franceses de Viña del Mar, de la Universidad Católica de Valparaíso -estudió Construcción Civil-, de la Endesa, eran parte de nuestra tertulia de fin de semana.
Sin embargo, las cosas trágicas o difíciles se las guardaba para sí, como una forma seguramente de protegernos, y que con el tiempo, iría contándolas.
La quiebra de la empresa de mi abuelo, la posterior muerte de sus padres, la llegada de los gobiernos de la Unidad Popular y Militar, el casi traslado a Canadá, su despido de la Endesa -después de haber sido condecorado por haber cumplido 25 años de servicio, vaya contradicción-, etc., fueron golpes que recibió y superó.
En cuanto a heroísmo, tuvo dos gestos objetivos, propios de una película de acción de Bruce Willis: El primero fue en un accidente automovilístico en la Cuesta Zapata, en los años '70. Mis padres iban en el asiento trasero, en un Volvo. Según la versión de mi madre, ella le advirtió a Gastón que me sujetara. Bastó que dijera aquello y en ese momento el conductor perdió el control del auto, en una pronunciada curva, no viendo más el camino. Volaron por los aires, literalmente, cayendo varios metros. Dieron vueltas y vueltas hasta ser detenidos por un grueso árbol. Quedaron completamente volcados y atrapados.
Al no poder salir y con el peligro que el auto explotara, mi papá vio un pequeño espacio donde pensó que yo podría escapar y por allí me sugirió que me desplazara. Y así lo hice, gateando, pues era literalmente una pequeña criatura. Afortunadamente el auto no explotó y cuando llegó Carabineros, estos no podían creer que los ocupantes del auto habían sobrevivido. Por mi parte, fui encontrado junto al mentado árbol, jugando.
Otro hecho a destacar fue cuando debió organizar a un grupo de obreros que querían regresar a Santiago en pleno 11 de septiembre de 1973. Estaban en plena faena de construcción de la subestación eléctrica de Alto Jahuel. Al enterarse de lo ocurrido, le pidieron a mi padre que los trasladara a la subestación de Cerro Navia.
Sin embargo, una de las decisiones más difíciles que tomó en sus 80 años de existencia fue la que motiva esta columna, la que llevo dos años meditando si valía la pena escribirla o no, porque no resulta fácil hacerlo cuando a uno lo embargan tantos recuerdos y emociones.
Cuando mi padre se dio cuenta que su parkinson avanzaba y que, a su juicio, se había transformado en una carga para su familia, decidió con suma tristeza, irse de su propia casa, irse a "un club", como bautizaría a los tres hogares donde residiría.
En todos esos lugares, Gastón Devia se caracterizaría por su simpleza, por su fina ironía. Él se definía así mismo como "un dandy averiado" y se reía permanentemente de los respectivos protocolos institucionales que debió cumplir, porque aquellos contemplaban reglas, que en su opinión, eran muy exageradas en algunos casos.
La llegada del Covid-19 implicó, según protocolo, la prohibición de visitarlo y eso le afectó de sobremanera. Por ello, los fines de semana, nos juntábamos en la vereda del club para saludarlo y poder hablar con él por medio de un celular, que le prestaba su amiga Adrianita (Q.E.P.D.). Y aunque le costaba tomarlo, nos decía: "aquí estoy querida familia, me siento como en una vitrina. Ahí los estoy viendo".
Un día por la noche, me avisaron que se había contagiado con el Covid, al igual que otros residentes. Lo llevaron a la urgencia del Hospital El Salvador. Allí llegué y pude ver al menos como lo internaban en una silla de ruedas rumbo a la sala de contagiados.
Me permitieron verlo un día después, cuando me llamaron para indicarme que dado su parkinson y edad, sólo correspondía hacerle cuidados paliativos. No tenía vuelta, como seguramente habría comentado Gastón.
Solicité si podíamos como familia ir a despedirlo. Sólo una persona, fue la respuesta. Y por ser el primogénito, decidí que me correspondía. Con todo, el ver a mi papá conectado a una serie de máquinas es algo que no se olvida. Pero pese a que respiraba con dificultad, lo noté tranquilo.
Como sólo tenía 15 minutos, lo desperté. Y lo saludé. Cuando empecé a hablar, noté que no tenía idea quien era. ¡Pero claro, estoy con el pinche escudo facial!, pensé. Y en ese momento, levanté mi escudo y le sonreí: "Papá, soy tu primogénito, Francisco Javier".
La alegría de mi papá fue indescriptible. Son aquellas experiencias que te acompañarán por siempre. Y no quiero darles más detalles porque de lo contrario no podré terminar este relato . El funeral de Gastón fue reducido, sólo seis personas era lo permitido, y el resto lo vio por streaming.
Como no hubo acuerdo con mi progenitora, una mujer muy querida, como dirían en Colombia, pero intensa y dominante, sobre cuál era la canción preferida de Gastón, optamos con mi hermano por las dos en competencia: La primera, "I only know i love you", de los Cuatro Ases (la que obviamente quería mi madre); y la segunda, que con mi hermano creemos era su favorita, "My way", interpretada por "la voz", Frank Sinatra.
Así quedamos todos felices, incluyendo al interesado. Termino con una reflexión de mi madre, durante el funeral
"Gastón se casó en silencio, porque mi papá estaba enfermo, y el mismo pidió que no tuviéramos fiesta de matrimonio. Ahora veo que se va de este mundo de la misma forma". Y agregué: "y sin molestar a nadie".
Y en ese momento, nos abrazamos los presentes -pese a que el pinche protocolo lo desaconsejaba-, porque un hombre bueno partía de este mundo, rumbo a Dios.
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