Chile entero se conmocionó por el caso de Ámbar. Su brutal asesinato enmudeció a quienes conocieron de cerca los detalles del caso. Cientos de personas se agolparon fuera de los tribunales para insultar al homicida y grupos feministas pidieron endurecer las penas por crímenes contra la mujer. La prensa dio amplia cobertura por unos días y el Gobierno anunció nuevas acciones.
No, este no es el caso en Villa Alemana. Esto ocurrió hace más de 2 años, en la ciudad de Los Andes, y afectó a una pequeña de apenas 1 año 7 meses, en manos de su cuidador. Por el nivel y brutalidad de sus lesiones, no era un hecho puntual, sino una práctica habitual de abuso y violencia. 27 meses después otra Ámbar, esta vez de 16 años, sufre lo indescriptible por parte de la pareja de su madre.
Ambos hechos, más allá de la coincidencia de nombre y que ocurrieron en la misma región del país, tienen además en común un sistema de protección que falló total y absolutamente, pero además coincide en el ensañamiento que hay contra las víctimas. Los detalles de ambas muertes son tan brutales, que dan escalofríos repetirlos.
En mi análisis está demás el diagnóstico de cómo el Estado y la sociedad fallaron, eso ya ha sido referido latamente por diversos expertos. Quisiera referirme más bien a la violencia y de qué forma ésta se ha ido naturalizando.
En efecto, más allá del impacto inicial, alimentado por los medios y las redes sociales, ¿por qué finalmente no genera un impacto en el cambio de políticas públicas?
Sin duda hay excepciones, como esas leyes “con nombre”, como la Ley Emilia o la Ley Zamudio, nacidas a partir de hechos violentos. Pero, ¿es necesaria una ley y no cambios administrativos, de gestión o simplemente de mirada política?
Por ejemplo, en el caso de la llamada “Ley Antonia”, anunciada por un grupo transversal de parlamentarios, se buscaba garantizar prisión preventiva para los formalizados por femicidio o abusos, sin importar, como advirtieron varios abogados y expertos constitucionalistas, el desarrollo de un debido proceso. Finalmente, el proyecto solo endureció las penas, nada nuevo a lo que se ha anunciado cada vez que se saben casos de violencia, desdibujando su objetivo mediático inicial.
Y volvemos a Ámbar de Los Andes y su homónima de Villa Alemana. En ambas el sistema de protección falló. Ámbar, la niña, fue violada y asesinada por un cuidador, luego de existir denuncias por maltratos, y con un historial familiar que obligaba a la intervención oportuna del Estado.
En el caso de Ámbar, la adolescente, su madre vivía con un condenado en libertad condicional, que ya había sido protagonista de un alevoso crimen, tan terrible y macabro como el que perpetró contra la joven.
Insisto, el diagnóstico ya lo sabemos: el sistema falló, al igual que la sociedad.
Muchos fueron testigos, muchos sabían los riesgos, pocos hicieron algo, y si lo hicieron, se encontraron con la burocracia, el anquilosamiento estatal del cual tanto se alega y poco se hace. Y este nuevo caso se tomó los matinales, los noticieros centrales, las conversaciones en redes sociales y mensajes de texto, pero ya pasó casi al olvido, al igual que lo ocurrido en Los Andes, como lo ocurrido con 23 casos de feticidio, según SERNAMEG, registrados este año.
Que la violencia no se vuelva costumbre, y que la capacidad de asombro nunca se acabe, pero sobre todo que casos tan dramáticos remuevan conciencias, cambien estructuras y no debamos esperar que una ley solo engrose las penas, porque está más que claro que ni reponiendo la pena de muerte, que algunos descriteriadamente quieren reflotar, se evitará más casos Ámbar.
Sólo desnaturalizando la violencia, pero de verdad, el cambio se logrará, con medidas efectivas de protección, cuidado y derivación.
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