Distinguir entre verdaderos y falsos chilenos viene de muy antiguo, esa clasificación se encuentra en los orígenes de la nación chilena y ahora reaparece en la ideología autoritaria del grupo de ultraderecha que controló la Comisión Constitucional que concluyera sus funciones el 7 de noviembre recién pasado.
Se trata de una sectaria e interesada caracterización de quienes se valoran a sí mismos como "verdaderos chilenos" frente a todos los demás compatriotas que son considerados, en esa perspectiva, como de clase inferior o subalterna.
Es una autodefinición de supremacía y dominación que se asigna el derecho y legitimidad no sólo para la conducción política e institucional del Estado, sino que también para señalar lo que es bueno o malo en la economía y la cultura, en la moral y las costumbres, en suma, es la soberbia de una ideología totalitaria y antidemocrática.
El factor que cohesiona esta soberbia es una convicción dogmática, una visión extrema del neoliberalismo en lo económico, de rasgos neofascistas por su autoritarismo político y ultraconservadurismo en lo cultural, cuyos partidarios creen que sus conceptos les hacen dueños de la verdad, pero no cualquier verdad, se consideran poseedores de la verdad absoluta, por eso, exhiben esa arrogancia y los rústicos conceptos de su dogma, resonante pero insostenible, ante la complejidad del desafío que tiene la civilización que nos cobija.
Los ultraconservadores no representan a una clase social en su conjunto, pero están en círculos de capitalistas intrigantes que no aceptan límite alguno a su enriquecimiento individual, como en la clase media irritada por las deudas y el descrédito de la democracia, así también existen en sectores populares desafectos, y en diversos grupos lumpen, sin Dios ni ley, que gustosos vivirían sin Estado, en un orden social en que sobrevive el más fuerte o inescrupuloso.
Son heterogéneos y compulsivos, sin la coherencia ni la consistencia de un proyecto de sociedad, por eso, siguen caudillos astutos, pero disociados del interés nacional, y consignas resonantes que les animan a la confrontación con una motivación central, suprimir la acción política democrática, los derechos y libertades fundamentales no les importan, desdeñan esos valores universales y los reemplazan por sus propias urgencias de grupo o de carácter individual.
La lógica que les mueve es imponer sin contrapesos su ruda verdad absoluta a la comunidad nacional en su conjunto, por ello el texto constitucional regresivo y ultraconservador que ahora pretenden establecer por muchas décadas.
Esa verdad dogmática no aceptan someterla a los criterios universales existentes sobre el Derecho Constitucional, la Doctrina Internacional sobre los Derechos Humanos y desconocen la evolución en las ciencias políticas -en el ámbito global- sobre las responsabilidades de los Estados referidas a los Derechos económicos y sociales de los pueblos y naciones.
Esto último hace aún más incomprensible la presencia en ese discurso intolerante y ultraconservador de sectores centristas que hace poco hacían gala mediática de su progresismo y ahora excusan penosamente su adhesión a la hegemonía de ultraderecha. Se confirma que no es precisamente la coherencia la que guía esas conductas.
En el plebiscito del 17 de diciembre próximo, los demócratas chilenos deben unir una amplia diversidad de voluntades que imposibilite la regresión ultraconservadora cuya agresiva preponderancia significaría confrontación e incertidumbre en el país.
Ya se ha probado más de una vez que la gobernabilidad democrática está unida a un Estado social y democrático de derechos que garantice el pleno ejercicio de las libertades y derechos fundamentales que la civilización del siglo XXI reconoce a cada persona, colectivo, pueblo y nación. Chile no debe abandonar ese camino.
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