Cada cierto tiempo, el Metro anuncia una nueva interrupción de servicio por una "persona en la vía". A eso se suman peleas en plena calle, episodios de violencia vial que terminan con personas fallecidas -como el caso de San Bernardo-, y un aumento sostenido de denuncias por violencia intrafamiliar. Los reportes de maltrato animal y el ciberbullying entre jóvenes completan un cuadro que no solo refleja conflictividad social, sino algo mucho más profundo: una crisis de salud mental que el Estado ha abordado deficiente y tardíamente.
Los datos son claros y no provienen de percepciones. El Termómetro de la Salud Mental en Chile (AChS-UC) muestra que las mujeres duplican los niveles de síntomas depresivos de los hombres, y que el 63% de la población identifica el miedo a ser víctima de un delito como su principal estresor cotidiano. No se trata de casos aislados; es un indicador estructural de que la sociedad está viviendo bajo una presión emocional que excede cualquier capacidad individual de respuesta.
Y aquí surge el punto político: Chile no cuenta con una política pública de salud mental a la altura de la magnitud del problema. Lo que existe son planes y programas fragmentados, desactualizados y subfinanciados. Ningún gobierno -ni los de derecha ni los de centroizquierda- ha tomado la decisión política de elevar la salud mental al nivel de prioridad que se merece. La evidencia está en el presupuesto: menos del 5% del gasto en salud se destina a salud mental, por debajo del porcentaje recomendado por la OMS y de países que realmente la han tomado en serio.
Cuando una persona decide buscar ayuda, se encuentra con un sistema que responde tarde y mal. En el sector privado, los valores de las consultas son simplemente prohibitivos, y la cobertura de seguros de salud es insuficiente e irregular. En el sector público, los Cosam dan horas con meses de espera. Meses. En un área de la salud donde la ventana de tiempo puede ser la diferencia entre prevenir una crisis o enfrentar un desenlace fatal.
Esta lentitud no es una falla técnica: es una falla política. Es consecuencia directa de décadas sin una robusta ley marco, sin un financiamiento garantizado, sin integración efectiva entre salud primaria, secundaria y los servicios comunitarios. Incluso hoy, el país carece de un sistema de indicadores nacionales que permita monitorear la evolución de la salud mental con la rigurosidad con que se evalúa, por ejemplo, la inflación o el desempleo.
Mientras tanto, pedimos a las personas que "busquen ayuda", pero el Estado no se la ofrece. Les hablamos de resiliencia, pero no les aseguramos acceso oportuno. Queremos convivencia pacífica en las calles, pero ignoramos las condiciones emocionales que están deteriorando nuestra vida colectiva.
Chile necesita dejar de tratar la salud mental como un eslogan de campaña o como un tema accesorio que solo emerge tras una tragedia. Requiere una reforma estructural que incluya financiamiento basal, una ley que establezca obligaciones claras para el Estado, un plan nacional con metas medibles y una estrategia de prevención que no dependa de voluntarismos. La salud mental es un problema político. Y mientras no se diga con claridad -y no se actúe en consecuencia- seguiremos lamentando episodios que se podrían haber prevenido. Porque la crisis está aquí hace rato; lo que falta es la voluntad de enfrentarlo.
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