Chile distraído: cuando las invasiones no vienen del espacio

Entre las inquietudes por la prolongada sequía, por los indicadores económicos y por la violenta delincuencia, pareciera que en Chile sufrimos de un déficit atencional colectivo. Nos cuesta mirar más allá del reciente escándalo político, de la incidencia meteorológica de La Niña y de las proyecciones de la inflación para el próximo mes. Sin embargo, mientras nos distraemos con la espuma de lo cotidiano y con el despliegue de fenómenos que ya tenemos encima, algo más profundo y silencioso puede estar avanzando en nuestros ecosistemas: las invasiones biológicas.

No se trata de indeseadas visitas extraterrestres ni de pandemias. Son especies vivas -plantas, animales, hongos- que llegan desde fuera del territorio chileno, se instalan aquí y terminan generando un desorden insoportable.

¿Qué es una invasión biológica?

Una invasión biológica no ocurre solo porque una especie foránea aparezca en un territorio. Para que lo sea, debe seguir una secuencia. Primero, tiene que ser introducida, ya sea de forma natural o con "ayudita" humana. Luego, debe afianzarse y expandirse, causando impactos negativos en el ecosistema.

Chile ya conoce esta historia. El castor introducido en Tierra del Fuego transforma ríos y bosques patagónicos en escenarios casi apocalípticos. La avispa denominada chaqueta amarilla, llegada desde Europa, compite despiadadamente con nuestras abejas nativas. Y lo más frustrante: mientras más tardamos en reaccionar, más cara resulta la reparación. Basta mirar ejemplos internacionales: en Estados Unidos, el mejillón cebra ha provocado daños superiores a 5.000 millones de dólares, mientras que en Australia los conejos aún generan pérdidas por más de 200 millones de dólares al año.

¿Por qué Chile es frágil ante estas invasiones?

Nuestro país tiene una particularidad que lo hace hermoso y a la vez vulnerable: su biogeografía única. El desierto de Atacama, la cordillera de los Andes, el océano Pacífico y los hielos australes actuaron durante miles de años como murallas naturales que protegieron la biodiversidad local.

Gracias a ese aislamiento, muchas de nuestras especies existen solo aquí y en ninguna otra parte del mundo. Pero esa exclusividad pende de un hilo. Varios de nuestros animales y plantas evolucionaron en ambientes estables, con poca competencia y casi sin depredadores. Dicho de otra forma: no están preparados para enfrentarse a la prepotente perturbación de nuevos visitantes.

Un caso simbólico es el del huemul, ese ciervo nativo que es emblema nacional. Este animal evolucionó en un entorno boscoso y montañoso, con pocos rivales. Hoy, sin embargo, enfrenta al ciervo rojo europeo, una especie introducida para caza deportiva. El invasor es más grande, más adaptable, consume más alimento y transmite enfermedades. Resultado: el huemul no solo compite en desventaja, sino que está siendo expulsado de su propio hogar.

La historia se repite a lo largo de Chile, pero con otras víctimas. La ranita de Darwin, joya única de nuestros ecosistemas húmedos, sufre por enfermedades traídas por ranas exóticas. Árboles como el pino y el eucalipto desplazan a los matorrales nativos, creando aburridas monotonías en lo que alguna vez fue un diverso paisaje. Así, poco a poco, la identidad biológica de Chile se borra.

Globalización, libre comercio e inmigración sin control

En la era de la globalización, cada maleta, contenedor o paquete puede transformarse en un caballo de Troya. Basta un descuido en los controles regulares tecnologizados para que una especie invasora cruce nuestras fronteras y empiece a hacer de las suyas. El riesgo es mayor en la mochila de quien ingresa por un "paso no habilitado".

No se trata de encerrarse ni de desconfiar del mundo, sino de entender que un país ecológicamente frágil necesita fuerte protección. La cultura popular está llena de relatos de invasiones -desde "La guerra de los mundos" hasta "Alien"- donde, de manera fantástica pero muy didáctica, lo extraño llega y daña. En la vida real las invasiones biológicas facilitadas por el comercio internacional y la inmigración ilegal no tienen los espectaculares efectos especiales del cine: arriban en silencio, deterioran ecosistemas y generan costos que pagamos todos.

Nosotros también fuimos invasores

En esta complejidad conviene un ejercicio de imparcialidad. Hace más de 15.000 años los primeros seres humanos llegaron desde el norte a lo que hoy orgullosamente llamamos Chile. Ellos trajeron el fuego y las armas que sirvieron para convertir un ambiente en su territorio. La coincidencia temporal con la extinción de animales como el milodón o los caballos nativos sugiere que, sin proponérselo, esas primeras comunidades también actuaron como invasoras.

Es decir, todos los chilenos y chilenas seríamos descendientes de invasores biológicos. La diferencia es que hoy tenemos conciencia. Y con conciencia viene responsabilidad.

¿Qué hacer?

No hay que ser muy creativo para elaborar una receta contra las invasiones biológicas. Esta tiene dos ingredientes: uno pre-frontera y otro post-frontera.

El primero consiste en reforzar la fiscalización en puertos, aeropuertos y fronteras en general, que son las periféricas barreras de defensa. Al mismo tiempo, necesitamos campañas educativas que expliquen por qué no es buena idea liberar mascotas en la naturaleza o traer plantas exóticas como recuerdo de viaje.

El ingrediente post-frontera, mucho más costoso que el primero, consiste en monitorear el territorio nacional, contener al invasor y, en lo posible, erradicarlo para después recuperar lo dañado.

Parando las antenas

Al final, este no es solo un llamado a cuidar nuestra biodiversidad, sino también una invitación a ampliar la mirada. Los chilenos solemos enredarnos en lo coyuntural -la polémica de la semana, la elección de turno, la cifra económica del día- y dejamos en segundo plano amenazas tanto naturales como antrópicas que pueden avanzar sin hacer ruido.

Las invasiones biológicas son un ejemplo, pero también lo son los ciberataques, los sabotajes al suministro energético y la erupción simultánea de volcanes. Todas ellas acechan en sigilo. Si no aprendemos a observar más allá de lo evidente, corremos el riesgo de que, al ser sorprendidos, lo esencial ya no esté.

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