La reciente aprobación(1) de la prohibición del uso de celulares en establecimientos educacionales de todos los niveles, que entrará en vigencia en 2026, reaviva un debate fundamental para el sistema educativo: ¿Cómo equilibrar la necesidad de proteger los procesos cognitivos de las y los estudiantes con la exigencia ineludible de prepararlos para un mundo inevitablemente digital? Esta tensión se complejiza considerablemente cuando incorporamos la irrupción de la inteligencia artificial generativa en el panorama educativo contemporáneo, fenómeno que exige replantear no solo las políticas de acceso a dispositivos, sino la naturaleza misma de lo que significa leer y pensar en el siglo XXI.
Un artículo reciente de The New York Times(2) advierte que la lectura profunda se está convirtiendo en un privilegio exclusivo de quienes pueden desconectarse del flujo incesante de estímulos digitales. La fragmentación atencional provocada por el consumo de contenido breve y emocionalmente intenso -característico de plataformas como TikTok o Instagram- estaría generando una nueva forma de desigualdad cognitiva que amenaza los fundamentos mismos de la deliberación democrática. Este fenómeno de retorno a modos comunicativos más tribales y emocionales reduce la capacidad de argumentar con abstracción y objetividad. Quienes acceden a la cultura escrita estructurada mantienen su capacidad crítica; quienes consumen exclusivamente contenido instantáneo quedan expuestos a narrativas simplificadas y manipulación emocional por parte de demagogos.
En este contexto, la inteligencia artificial generativa presenta una paradoja educativa. Por un lado, investigaciones recientes señalan que su uso reflexivo puede fortalecer el pensamiento crítico al permitir que las y los estudiantes dediquen menos tiempo a la búsqueda de información y más a la lectura analítica e interpretativa. Por otro lado, su utilización acrítica podría profundizar la dependencia cognitiva y erosionar las habilidades de argumentación y evaluación que constituyen el núcleo de la formación ciudadana. La diferencia radica en el propósito y la ética que orientan su incorporación: una IA empleada con intencionalidad pedagógica clara -que invite a contrastar, cuestionar y profundizar- puede convertirse en un andamiaje para el pensamiento profundo, ese mismo que parece estar en retirada frente al consumo fragmentario de información.
La prohibición de celulares en las salas de clases chilenas responde a una preocupación legítima, respaldada por evidencia sobre los efectos de la hiperconexión en el aprendizaje. Sin embargo, resulta insuficiente si no se acompaña de una reconceptualización pedagógica más profunda. No basta con eliminar las distracciones; es necesario construir sentido en torno al uso de las tecnologías disponibles. La misma normativa aprobada reconoce excepciones cuando los dispositivos resultan útiles para la enseñanza según la naturaleza de la actividad curricular, evidenciando que el problema no radica en la herramienta sino en la ausencia de propósitos formativos claros. Más que prohibir, el desafío consiste en dosificar y resignificar.
En esta misma línea, el uso de las redes sociales con sentido pedagógico podría constituir un factor de mejora en la motivación para aprender, especialmente entre adolescentes que habitan cotidianamente estos entornos digitales. No obstante, la incorporación de plataformas como Instagram, TikTok o YouTube en contextos educativos debe ir acompañada de una estructura pedagógica rigurosa y de lecturas que permitan contextualizar y profundizar los contenidos. Sin este andamiaje, el riesgo es reproducir la lógica del consumo fragmentario que precisamente se busca superar. El aprendizaje situado y con sentido requiere que las experiencias digitales se articulen con textos, reflexiones y actividades que trasciendan la inmediatez del scroll, conectando lo viral con lo sustantivo.
El desafío docente consiste en dosificar estratégicamente el acceso tecnológico. Esto implica diseñar experiencias de aprendizaje donde la IA generativa funcione como catalizador del pensamiento crítico y no como su sustituto. Metodologías como el análisis comparado de respuestas automatizadas, la detección de sesgos algorítmicos o la evaluación de fuentes múltiples pueden transformar estas herramientas en aliadas de la reflexión. La clave reside en que las y los estudiantes aprendan a cuestionar, evaluar y contextualizar la información generada por sistemas automatizados.
La formación docente emerge como el nudo crítico de esta articulación sociotécnica. Las y los profesores requieren desarrollar competencias tecnopedagógicas que les permitan mediar entre generaciones que experimentan la tecnología de maneras radicalmente distintas. Mientras sus estudiantes habitan un ecosistema digital desde su nacimiento, muchos docentes todavía conciben la tecnología como una herramienta externa a los procesos educativos fundamentales. Esta brecha no se resuelve con capacitaciones técnicas superficiales, sino mediante una comprensión profunda de cómo los algoritmos moldean el acceso al conocimiento y la construcción de significados.
Chile tiene la oportunidad de liderar en América Latina un enfoque que supere la falsa dicotomía entre prohibición y permisividad tecnológica. La lectura profunda y el pensamiento crítico no se preservan mediante restricciones, sino mediante una pedagogía que otorgue sentido al encuentro entre seres humanos y máquinas. En un horizonte donde la IA generativa será omnipresente, formar ciudadanos capaces de leer críticamente -tanto textos humanos como producciones algorítmicas- constituye una alfabetización fundamental para la democracia.
(1) Nueva ley aprobada por la Cámara prohíbe uso de celulares en establecimientos educacionales
(2) El hábito de la lectura disminuye en EE. UU., según un estudio
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