En la grabación difundida por un canal de televisión, el “pastor” Soto utilizó de alfombra un símbolo de la comunidad LGBTI, al que llamó “trapo de inmundicia”. Con este acto, instaló una pregunta pertinente para los debates actuales en políticas sociales, relacionada con las posiciones de subalternidad posibles e inaceptables en la sociedad que queremos construir.
Ese “trapo” en el suelo, creado en San Francisco en una época en que la simbología imperante para los colectivos gays era la instaurada por el nazismo (el triángulo rosa), refleja la celebración de la diferencia. Esto, en oposición a la victimización y violencias dirigidas contra personas con afectos y prácticas homosexuales.
El Sr. Soto actualiza un discurso de subalternidad a través del privilegio de una identidad normativa, la heterosexual, amparada en la biblia y la protección de la sociedad que considera legítima.
¿Qué diferencia este acto de las agresiones homo/transfóbicas que existen en nuestra sociedad? El alto índice de suicidios en la población LGTBI a nivel internacional y nacional, se conjuga con las alarmantes tasas de agresiones, desapariciones y asesinatos que se amparan, precisamente, en estos discursos de odio y devaluación.
Esto es lo que actualiza el pisotear, por parte de una “autoridad” religiosa, un símbolo que a muchas/os otorga un espacio de reconocimiento que la sociedad adeuda.
Es un acto de violencia simbólica con consecuencias materiales, y aunque la homosexualidad pueda no satisfacer los cánones de la buena vida o vida legítima que diferentes instituciones reconozcan, el Estado tiene el deber de proteger todas sus formas de vidas posibles y reconocer sus derechos ciudadanos en un marco de respeto e igualdad, condición fundamental para una sociedad democrática.
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