Soy uno más de los que sufrió enormemente al enterarse de un crimen tan atroz y doloroso como el que sufrió la pequeña Sophie. Un delito como éste, cometido en contra de una vida humana tan indefensa, ejecutado sin escrúpulos ni miramiento alguno por la inocencia y la vida de una pequeña niña a través de abusos y violaciones, sólo provoca rabia respecto de su autor, pena respecto de la víctima y decepción sobre la especie humana.
Y como la mayor parte de nosotros, mi primer deseo fue de venganza despiadada en contra de las personas que le quitaron la vida. Es natural que el deseo de justicia se transforme en la esperanza de que la pena sea la máxima posible. Ojalá con sufrimiento, que sufra tanto como hizo sufrir a su víctima.
Es en estos momentos cuando, en ocasiones, algunas personas vuelcan sus esperanzas de justicia en un modelo diferente, más riguroso, en el que se aplique, de alguna manera, la conocida Ley del Talión. La reflexión es simple, quien no tuvo respeto por la vida humana y la integridad física y psicológica de sus víctimas, merece ser tratado con la misma medida: matarlo.
El tan discutido tema de la pena de muerte sigue siendo controversial. Sus partidarios, dada el revuelo social que provocan estos crímenes que nos enfurecen a todos, vuelven a plantear su aplicación argumentando que su implementación reduce el delito, prevendría su repetición y sería una forma eficaz de castigo para frente a los homicidios.
Sin embargo, quienes la criticamos creemos que no sólo no reduce el crimen en mayor medida que la cadena perpetua, sino que es una afectación grave en contra de los valores universales en materia de Derechos Humanos. Quienes defendemos la vida como el más relevante derecho, dada su condición de presupuesto para la existencia de los demás, lo debemos defender tanto para quienes son inocentes de delito como para aquellos que, por más despreciables que sean, también son parte de esta sociedad.
La pena de muerte significa en primer término una pérdida de autoridad para el Estado que la utiliza, pues supone enfrentar a los criminales con los mismos métodos y antivalores utilizados por ellos. De alguna manera, vuelve tan criminal a la sociedad que busca venganza como al asesino que se pretende sancionar.
Eso es inmoral. Como bien dice Bobbio, el Estado no puede ponerse al mismo nivel que el individuo aislado cuyas motivaciones para delinquir -la rabia, la pasión, el interés, la defensa- distan de las del Estado, cuyo rol es contestar a aquellas de manera meditada y reflexivamente. La sociedad también tiene el derecho y deber de defenderse, pero su poder es demasiado más fuerte que el individuo aislado como para necesitar eliminar su vida en defensa propia.
La pena de muerte no disuade, al contrario de lo que señalan sus propulsores, de cometer delitos graves. Por el contrario, científicamente ha quedado demostrado que, como estrategia de disuasión, la pena de muerte no disminuye las tendencias y los índices delictivos. En muchos países que la abolieron, los índices delictivos se mantuvieron o disminuyeron; en algunos países, como por ejemplo Inglaterra, luego de su aplicación, los índices delictivos aumentaron.
Además, por obvio que suene, no hay forma de revertirla. Si los jueces se equivocan en su aplicación -si, los jueces se equivocan, y bastante seguido- no hay como revertir su ejecución. El error judicial ocurre más de lo deseado: la Universidad de Columbia en un estudio determinó que de las 860 personas condenadas a muerte, entre los años de 1973 y 1995 en el estado de Florida, el 73% fue anulado por diversos errores procesales, en especial por deficiencia de los elementos probatorios.
Es jurídicamente inviable, además, volver a la aplicación de tal pena. Hoy, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocido como Pacto de San José de Costa Rica, ratificada por Chile, señala en el inciso 2 de su artículo 4º que: "[No] se extenderá [la] aplicación [de la pena de muerte] a delitos a los cuales no se aplique actualmente".
Así, la única vía posible para aplicar esta drástica sanción en nuestro país en casos graves sería desvincularse del Pacto de San José. Eso nos dejaría en el poco honroso grupo de países que reniegan de la justicia humanitaria internacional, como Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Canadá, Cuba, Estados Unidos, Guyana, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas. Aún peor, en el nivel de los dos países que habiendo aceptado el pacto, luego lo desecharon por motivos políticos: Venezuela y Trinidad y Tobago. Y a su vez, de aprobar una modificación nos sumaríamos a un selecto grupo de países que, habiendo abolido la pena capital, la volvían a aplicar en su legislación: Gambia, Indonesia, Nigeria, Papúa Nueva Guinea -país en el que en pleno siglo XXI ejecutan a personas por brujería- entre otros.
Parte del clamor popular sobre la pena de muerte tiene que ver con una aparente sensación de falta de justicia por la percepción de un cierto desbalance en esa línea de garantías a favor de los imputados. Pero eso no significa que el Estado tenga derecho a matar a sus encarcelados con premeditación, alevosía y sobre seguro, aunque se trate de los delincuentes más atroces. Al contrario. cobra importancia evaluar la eficacia de las penas impuestas por delitos como homicidios y violaciones, mejorar las condiciones actuales del sistema carcelario, y revisar el actual Sistema Penitenciario para implementar planes dirigidos a la resocialización de la población privada de libertad.
En suma, es humano y comprensible desear venganza ante delitos tan graves como los señalados. Pero a la vez resulta necesario anteponer el sano juicio, la prudencia y confiar, aunque resulte difícil. La pena de muerte solo disminuye nuestro valor moral como sociedad, pues violar el derecho a la vida en la forma más extrema de pena cruel, inhumana y degradante imaginable solo iguala a la sociedad en el valor ético de los deleznables crímenes que su autor haya cometido. Valorar la vida, aún la de los peores, es un paso de progreso ético.
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