Anti comunista y anti Concertación: fantasmas que dividen al progresismo

En Chile, cada cierto tiempo, el debate pende de dos espectros: el del comunismo y el de la Concertación. Al primero se le teme; al segundo se le denuesta. Pero ambos operan menos como realidades efectivas y más como fantasmas simbólicos.

El anticomunismo, por cierto, no es nuevo. Tiene raíces profundas en la historia política chilena y no pocas veces ha sido instrumentalizado para deslegitimar demandas sociales reales. Pero también conviene distinguir. No toda crítica al Partido Comunista es anticomunismo; no toda interrogación a su rol en el gobierno o a su ambigüedad internacional puede ser reducida a una persecución ideológica. Porque si así fuera, la crítica se convertiría en blasfemia, y el juicio razonado en dogma.

Ahora bien, lo que resulta más intrigante es que junto a este viejo reflejo anticomunista ha emergido, en los últimos años, un nuevo fantasma, y esta vez instalado en sectores del progresismo: el anticoncertacionismo. Este opera como su reverso complementario. Si el comunismo encarna, para algunos, el exceso; la Concertación encarna, para otros, la claudicación.

Lo paradójico es que este anticoncertacionismo no se explicita ya en la derecha que, con la teoría del "desalojo" ya superada, ha terminado por acomodarse tácticamente a ese periodo, al que ahora presenta como una etapa de estabilidad institucional y crecimiento económico. Se olvida, sin embargo, que durante esa misma etapa la derecha fue su principal impugnadora: promovió ejercicios de enlace, ensayó boinazos y denunció sin tregua el carácter del orden en construcción. Hoy, confiada en la fragilidad de la memoria, puede darse el lujo de reivindicar un proceso que intentó socavar cuando estaba en curso.

Mientras tanto, en algunos sectores de izquierda, se ha instalado una lectura retrospectiva que reduce la transición a un pacto ominoso, ajeno al pueblo y funcional al modelo. Esa mirada aparece en discursos, franjas electorales y en una estética del juicio moral que muchas veces confunde la crítica necesaria con un ajuste de cuentas simbólico. Lo paradójico es que esa impugnación proviene, en no pocos casos, de figuras que fueron parte activa de ese proceso -hasta sus últimos días- y que desarrollaron buena parte de su trayectoria política, e incluso personal, al amparo de su legitimidad.

La franja de Gonzalo Winter y su alusión a la "mesa del poder" es un buen ejemplo. Se la presenta como un artificio excluyente, una suerte de camarilla que aseguró privilegios para unos pocos. Pero la crítica, al estar formulada desde el trazo grueso, termina siendo una caricatura. Porque no es lo mismo criticar el modelo de las AFP o la privatización de los servicios esenciales, que convertir todo un período de reformas, ampliación de derechos y estabilidad institucional en un tiempo de claudicación.

Por cierto, ese período dejó heridas abiertas -la desigualdad, entre ellas- que deben seguir siendo discutidas con honestidad. Pero caracterizar todo ese tiempo por uno solo de sus efectos, como lo reconocen incluso algunos de sus críticos, es un ejercicio de reducción. Como si al señalar una fractura se anulara toda la arquitectura. El riesgo de esa mirada no es solo histórico, es político: debilita las condiciones mismas que hoy permiten disputar el poder democrático.

Lo que está en juego, entonces, no es simplemente un debate histórico, sino una patología del presente. En el progresismo chileno, el anticomunismo y el anticoncertacionismo no son posturas ideológicas, sino formas de lidiar con la culpa: la culpa de no haber ido más lejos, o de haber ido demasiado. El primero teme el exceso revolucionario; el segundo detesta la moderación reformista. Ambos, en el fondo, son modos de no pensar la tensión entre lo posible y lo deseable.

Y esa es, probablemente, la tarea más difícil de la política: aceptar que toda transformación supone una cuota de concesión, y que todo acuerdo implica una dosis de insatisfacción. La verdadera madurez política no está en exorcizar fantasmas, sino en reconocer que, a veces, la historia avanza precisamente porque no todos nuestros deseos se cumplen al pie de la letra.

Pero quizá el argumento más elocuente contra el anticoncertacionismo provenga de un lugar inesperado: la propia experiencia del actual gobierno. No se trata aquí de emitir un juicio apresurado sobre sus aciertos o errores -eso pertenece al ámbito de la política en tiempo real-, sino de reconocer que incluso sus fracasos más notorios, como la primera propuesta constitucional, y también sus logros, sugieren que la complejidad de gobernar excede largamente la retórica con que se despreció a quienes lo hicieron antes. Hacer justicia a los procesos del presente, paradójicamente, exige también una cierta justicia retrospectiva.

Quizás lo que se necesita hoy -más que una ruptura con la historia reciente- es la capacidad de leerla sin nostalgia ni denegación. Un liderazgo que no impugne los esfuerzos democráticos previos, sino que los comprenda como parte de una travesía inconclusa. Que recoja las lecciones de la Concertación, la Nueva Mayoría y del actual gobierno, no para perpetuarlas ni para rendirles culto, sino para proyectarlas hacia un nuevo impulso transformador. Porque si hay algo que la experiencia chilena ha enseñado, es que sin una cierta continuidad, no hay cambio posible. Y que sin memoria, tampoco hay dirección.

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