Cuando la indiferencia también es una forma de violencia

Chile suele presentarse ante el mundo como un país comprometido con los derechos humanos. En foros internacionales, sus autoridades levantan la voz con fuerza y convicción para condenar abusos en diversas latitudes, demandando justicia y respeto por la dignidad humana. Sin embargo, esa misma voz se torna inexplicablemente silenciosa cuando las víctimas están dentro de sus propias fronteras.

Desde octubre de 2023, la Comunidad Judía de Chile ha sido objeto de una escalada de actos de antisemitismo. Rayados en sinagogas, hostigamientos en celebraciones religiosas, ataques verbales a turistas por su sola apariencia judía y campañas públicas de odio han configurado un patrón persistente de violencia y discriminación. Esta situación, lejos de ser episódica o marginal, fue confirmada en marzo por la relatora especial de la ONU para la libertad de religión o creencias, Nazila Ghanea, quien advirtió sobre una campaña sostenida de hostigamiento antisemita en el país.

Lo preocupante no es solo la naturaleza de los hechos -que ya de por sí constituyen una amenaza grave al pluralismo y a la convivencia democrática- sino la pasividad del Estado ante ellos. Dos meses después de la alerta internacional, la única respuesta oficial del Gobierno ha sido informar que aún "se encuentra en proceso de recopilación de antecedentes". Ninguna condena pública, ninguna acción concreta, ningún mensaje de respaldo hacia las víctimas.

¿Es esta la actitud que esperamos de un Estado que se proclama defensor de los derechos humanos? ¿Cómo se explica el contraste entre la vehemencia con la que se condenan vulneraciones en otros países y el silencio cómplice frente al antisemitismo local?

La apología del odio -cuando no es enfrentada de manera decidida- no solo normaliza la violencia, sino que erosiona los cimientos mismos de la democracia. La protección de las minorías no es un gesto de buena voluntad; es un mandato internacional, recogido en tratados como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por Chile. Ese compromiso obliga al Estado no solo a investigar y sancionar los delitos de odio, sino también a condenarlos de forma pública y categórica.

No se trata de exigir privilegios para una comunidad. Se trata de garantizar lo más básico: el derecho a vivir sin miedo por el solo hecho de profesar una religión o pertenecer a un grupo étnico. Y si el Estado no está dispuesto a cumplir con ese deber, entonces es lícito preguntarse: ¿De qué sirve levantar la voz por los derechos humanos en el extranjero, si se calla frente a las injusticias en casa?

El antisemitismo no es una causa de una minoría; es una prueba de fuego para la salud moral de toda una sociedad. Y Chile, hoy, la está reprobando.

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