Cada vez que se discute sobre el diseño de políticas públicas modernas, surge la palabra "evidencia" como una bandera que todos parecen dispuestos a enarbolar. Sin embargo, el reciente estudio del capítulo latinoamericano de INGSA y la Cátedra Unesco de la Universidad Autónoma de Chile desnuda una paradoja incómoda: en Chile, solo uno de cada cuatro académicos cree que el conocimiento científico tiene realmente algún peso en la formulación de decisiones públicas.
El dato no debería sorprendernos. Hannah Arendt advertía que la verdad factual y el ámbito político raramente conviven de forma armónica. La política, decía, se alimenta de intereses, consensos y narrativas, no necesariamente de hechos comprobados. Lo grave es que, a fuerza de normalizar esta separación, estamos renunciando no solo a la racionalidad en la toma de decisiones, sino a la posibilidad misma de construir políticas públicas sólidas y sostenibles.
El informe señala que el 84% de los científicos encuestados percibe que las decisiones se rigen principalmente por consideraciones políticas y económicas. Apenas el 26% estima que la evidencia científica incide en ellas. Esta desconexión entre conocimiento y poder no solo debilita la calidad de las políticas, sino que envía un mensaje devastador: investigar, comprender y aportar soluciones tiene poco valor si no se traduce en impacto.
¿Por qué esta brecha? El estudio identifica varios obstáculos: una tradición débil de colaboración entre ciencia y política, falta de comunicación efectiva y el desconocimiento mutuo entre comunidades que operan en lógicas distintas. En Chile, como en buena parte de América Latina, la política tiende a ver la ciencia como un lujo retórico más que como un insumo esencial.
Pero sería un error achacar toda la responsabilidad al mundo político. Como sostenía Kant, el ilustrado es quien se atreve a servirse de su propio entendimiento. Si los científicos desean incidir, deben también aprender a traducir su conocimiento a un lenguaje accesible y estratégico, más allá de la comodidad de los papers y congresos. No basta con generar evidencia: es imprescindible saber comunicarla, posicionarla y defender su relevancia en la arena pública.
El informe propone soluciones concretas: fortalecer mecanismos de transferencia de conocimiento, crear espacios de diálogo intersectorial y formar capacidades tanto en el mundo científico como en el político para tender puentes de comunicación. Se necesita institucionalizar oficinas de enlace, comisiones científicas y asesorías permanentes que conecten, de forma sistemática, la generación de conocimiento con las necesidades sociales y estatales.
La ciencia, recordémoslo, no puede ofrecer certezas absolutas en política, pero sí puede aportar el mejor conocimiento disponible, los diagnósticos más sólidos y las alternativas más fundamentadas. Renunciar a ella es condenarse a diseñar políticas a ciegas, basadas en la intuición, la urgencia electoral o las presiones de poder.
Chile enfrenta desafíos complejos: crisis climática, desigualdad, salud pública, transformación educativa. ¿De verdad podemos permitirnos el lujo de no escuchar a quienes dedican su vida a entender, investigar y proponer soluciones? No se trata de sustituir la política por la tecnocracia, sino de enriquecer el debate democrático con la mejor evidencia posible.
Como sociedad, debemos exigir que el conocimiento sea parte activa del debate público, no un adorno para discursos de ocasión. Y como comunidad científica, debemos asumir que la responsabilidad de incidir no es solo del poder político, sino también nuestra.
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