El país no giró a la derecha: se cansó del desorden

El resultado de la elección presidencial no admite interpretaciones ambiguas ni lecturas complacientes. Es una señal política clara, dura y profundamente incómoda para quienes hoy ejercen el poder. No se trata de un problema de campaña, ni de un error táctico puntual, ni de una falla comunicacional. Se trata de algo mucho más estructural: el Gobierno del Presidente Gabriel Boric fracasó porque decidió gobernar de espaldas a las prioridades reales de la ciudadanía.

Durante demasiado tiempo, el Ejecutivo insistió en una forma de gobernar marcada por la improvisación, la ausencia de conducción estratégica y una preocupante incapacidad para fijar prioridades claras. Mientras la seguridad pública se transformaba en la principal angustia de las familias chilenas, mientras el crimen organizado avanzaba con una violencia inédita en barrios, poblaciones y ciudades completas, y mientras la migración irregular se desbordaba sin control efectivo del Estado, el Gobierno optó por otro camino.

Optó por relativizar los problemas; optó por explicarlos antes que enfrentarlos y optó por administrar discursos, no realidades.

Hoy Chile enfrenta delitos que antes parecían ajenos a nuestra historia: extorsiones, secuestros, homicidios por encargo, control territorial de bandas criminales y una penetración cada vez más profunda del narcotráfico en la vida cotidiana. Frente a ese escenario, el Gobierno reaccionó tarde, mal y muchas veces a la defensiva, como si reconocer la gravedad del problema fuera una concesión ideológica y no una obligación básica del Estado.

Lo mismo ocurrió con la migración irregular. Durante años se evitó decir la verdad: que un país sin control efectivo de sus fronteras no puede garantizar seguridad ni cohesión social. Se confundió humanidad con ingenuidad y derechos humanos con ausencia de autoridad. El resultado está a la vista, comunidades tensionadas, servicios públicos colapsados y una ciudadanía que siente que el Estado simplemente no está. La política no se evalúa por intenciones, sino por resultados. Y los resultados, en seguridad, crimen organizado y migración, son categóricos.

Cuando un gobierno gobierna sin orden, sin sentido de urgencia y sin una jerarquía clara de problemas, inevitablemente pierde legitimidad. Más aún cuando parece más preocupado de administrar relatos en redes sociales que de enfrentar lo que ocurre en los barrios, en las regiones y en las zonas donde el miedo se volvió parte de la rutina diaria.

La ciudadanía puede tolerar errores. Lo que no tolera es la negación persistente de la realidad. Frente a una derrota de esta magnitud, lo mínimo exigible en una democracia madura es una autocrítica real. No una frase para la prensa ni un gesto simbólico, sino un reconocimiento honesto de responsabilidades.

Sin embargo, una vez más, apareció el libreto defensivo: el contexto internacional, la oposición, los medios de comunicación, la herencia. Todo, menos asumir que gobernar también implica ejercer autoridad y tomar decisiones difíciles.

Hace cuatro años, millones de chilenos votaron para impedir que José Antonio Kast llegara a La Moneda. Hoy, esos mismos millones votaron exactamente al revés. No por una conversión ideológica repentina, ni por adhesión entusiasta a un proyecto alternativo, sino por agotamiento. Agotamiento frente a un gobierno que prometió cambios y terminó entregando inseguridad, desorden y una sensación permanente de abandono.

Este punto es clave y el oficialismo parece no querer entenderlo: no se castigó a una candidata ni a una campaña. Se castigó una forma de gobernar. Persistir en negarlo no es solo un error político; es una señal adicional de la misma desconexión que condujo a esta derrota.

La señal es aún más profunda. La derrota que hoy enfrentamos como centroizquierda no es solo electoral. Es estratégica y cultural. Una centroizquierda que relativiza la seguridad pública, que duda frente al crimen organizado, que evita ejercer control efectivo de la migración y que mira con sospecha el crecimiento económico, no actúa como barrera frente al populismo autoritario: lo empuja, lo normaliza y lo fortalece.

Y por eso conviene decirlo sin rodeos, sin eufemismos y sin miedo a incomodar: el problema no es Kast ni los republicanos.

El verdadero problema es haber gobernado como si el poder fuera un ejercicio de superioridad moral y no una responsabilidad concreta frente a millones de ciudadanos que hoy viven con miedo, con incertidumbre y con la sensación de que el Estado llegó tarde o simplemente no llega. Porque cuando la política abandona el deber de proteger, la ciudadanía no se radicaliza por ideología. Se radicaliza por desesperación. Y esa es la derrota más grave de todas.

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