Es vox populi que en Viña del Mar hay una reina que reina, pero no gobierna; el gobierno lo ha asumido un séquito de funcionarios de palacio que, como en la época de los reyes merovingios de la Francia medieval, eran quienes en realidad detentaban el poder, cobraban los impuestos, administraban el reino y distribuían las riquezas. A los pocos años, éstos se esquilmaron el reino franco, sucumbieron ante las ambiciones de los mayordomos y un nuevo imperio surgió del desorden imperante.
Hoy la ciudad brilla por su opacidad. La simboliza un estacionamiento subterráneo debajo de la plaza Vergara que parece Sarajevo bombardeado por los Serbios.
Un eje de 15 Norte caótico, sin fiscalización, donde las micros son las dueñas de la calzada y de los tiempos; no hay inspectores que vigilen los burladeros, ni policía que detenga la violencia o el pillaje.
La licitación de estacionamientos del plan de Viña transitando un fracaso tras otro, tiene pintadas las soleras de amarillo con confusos carteles de “no estacionar” pero plagado de automóviles sin sanción.
El vergonzoso recarpeteo de las veredas de calle Quinta; los abandonados sitios eriazos llenos de fierros erguidos con oxidada vocación urbana; construcciones detenidas por problemas administrativos.
Un diseño metropolitano en franco retroceso; la únicas obras visibles estos años han sido obras públicas centrales, el siempre detestado poder central que ha puesto su billete y gestión en las repavimentaciones de San Martín o del par Viana-Álvarez.
Permisos de obra concedidos y rechazados, de nuevo concedidos y de nuevo rechazados, y como si fuera poco por última vez concedidos y rechazados, o al revés, edificaciones a diestra y siniestra sin mirada de ciudad, consecuencia de una notable ausencia de deberes.
Una comuna sin teatros ni cultura, con una Feria del Libro llena de revistas y cachivaches; comercio ambulante desatado y las calles del centro sucias y llenas de tiendas de baratijas.
Delincuencia en el rodoviario, drogas en el estero, mugre debajo de todas las alfombras; la mayor cantidad de tomas y campamentos del país en una comuna que de jardines tiene poco y nada, y de “ciudad bella” apenas el recuerdo de un balneario en los cincuenta con carruajes para abuelitos.
Pero “Viña tiene festival”, que mas para mal que para bien, se ha convertido en el evento símbolo de la ciudad, acaso, en la ciudad misma, y con el, los medios que se encargan urbi et orbi de poner una y otra vez a la reina disparando declaraciones propias de un teatro de títeres, de una promoción desmedida a las postales de cartón piedra y de un excesivo protagonismo semejante al de una idolatría religiosa.
La reina como un magnánimo prestidigitador de las clases populares que saca artistas de su chistera, con harto circo y poco pan, desplegando su empatía con Bosé y su afición por Luis Miguel; un festival que genera lucas, pero que representa fielmente una ciudad en decadencia, por qué no, quizás, hasta un país en decadencia.
No hay belleza ni estilo, no hay pudores con una danza de millones que se queda girando en el brillo de las noches de comparsa, que no alcanza para el vecino que sube y baja Forestal o Achupallas, apenas el sabor efímero de la sonrisa eterna de la reina del carnaval, como letanía de un poema de Vinicius, salvo el lenguaje simple de la farándula.
¿Y la galucha? Ahí está, enfervorizada coreando canciones para ahogar su propia miseria de poblador pobre, bailando al ritmo del reggaetón como si fuera la última fiesta, la fiesta definitiva.
Son las 3 de la mañana del último día festivalero y las platas están en las arcas de los avisadores, en el flujo bancario de los modistos y de los animadores.
Como si fuera poco, faltan 17 mil millones, un desorden, un déficit. Si hasta los parlamentarios partidarios sugieren en privado que aquí ha habido irregularidades, juicios que en público no repiten por conveniencia y tal vez, cálculo.
Millones de pesos en horas extras, licitaciones fallidas, sueldos desorbitados, gastos innecesarios, gran dotación de trabajadores asalariados, gustitos por ahí y otros por allá, tanto que hasta El Mercurio le ha quitado el piso, es cuestión de ver cómo las editoriales de los diarios de Edwards han redactado hasta el cansancio que es hora de poner freno al desenfreno presupuestario municipal.
Pero al parecer han llegado vientos de cambio.
Mientras la defendieron a brazo partido, iba a ser difícil; la blindaba su glamour televisivo, su alta votación, su innegable simpatía, su insoportable levedad de ser.
Ahora los fácticos poderes, sus amigos, los colaboradores de siempre la han dejado sola. Y con la soledad que da la desconfianza, se desmorona un modelo alcaldicio que mientras existió dio dividendos a los obsecuentes caballeros de palacio.
La ciudad reinal no resiste más, sólo queda esperar que las nuevas dinastías del reino que asuman la comarca, puedan efectivamente tener una gestión transformadora que garantice que quien reine, efectivamente gobierne, que lo haga con transparencia y rigor, reemplazando la bojiganga del alcázar con un profesionalismo consistorial más bien propio de lo que cualquiera espera de la autoridad de una ciudad que progrese en pleno siglo XXI.
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