La muerte llamó a mi puerta hace un año. La influenza colonizó mi cuerpo y mi espíritu. Únicamente aquellos que han sentido que el sólo hecho de existir, duele, me entenderán.
También aquellos que han sobrevivido a cualquier forma de dolor, entenderán la gratitud que coloniza tu cuerpo y tu espíritu después. Volver a inhalar y exhalar, es como tocar el cielo.
Pero en estos días estamos tocando el infierno.
Si hay una palabra para definir este momento, para mí, es la de asfixia. Como un touché a los tiempos hipermodernos, estamos sofocándonos en nuestro Yo, y eso, se hace intolerable.
Curiosamente la era del narcisismo, egolatría, culto a la personalidad, del yo soy, yo tengo, yo muestro, está siendo golpeada en su punto más débil. El individualismo como eje narrativo de este siglo se ha mirado al espejo, visto su desnudez y reconocido su fragilidad ante una idea que creía olvidada: el cuerpo como un problema político.
Político no porque estemos a merced de autoridades cuyas acciones determinen nuestra vida o muerte; político porque el cuerpo como campo de decisiones ha sido confinado al encuentro consigo en una época en que todo nos seducía hacia afuera.
Los narcisos pos modernos habitábamos el celular como una extensión de nosotros fantástica, bella, feliz. Inhalábamos bocanadas de placer y exhalábamos ego sin mesura. La asfixia como un encuentro forzoso con el Yo no existía, era evadida, negada. Para qué encerrarse, para qué detenerse, para qué reflexionar.
El mandato era exhibe, emprende, viaja. Se poliamoroso, publica lo que piensas, marcha y tómate la calle. Prueba otros sabores, compra en otro continente, que el inglés sea tu lengua. Entrega el yo hacia un mundo sin límites y accesible desde una pequeña pantalla luminosa.
Pero un animal nocturno nos invitó a nuestra oscuridad. Desde el lejano oriente ha impuesto el ahogo del yo, confinándolo en sus casas y a preguntas nunca antes hechas.
La pregunta de si el cuerpo retenido ante un enemigo invisible soportará la incertidumbre, la pregunta de si lo que tengo, es realmente un hogar, la pregunta de si soportaré a quienes conviven conmigo, aquellos cuerpos también conflictuados, vulnerables, irritantes.
La pregunta más inquietante, si toleraré mi propio cuerpo en un devenir trastocado, sujeto a una cuarentena que no es el #mequedoencasa, es la cuarentena de la obligación a sentirse, escucharse y aceptarse dejando atrás el #evade.
El conflicto político del cuerpo consigo está dando problemas porque la asfixia del yo es un estado antihedonista.
Todos los días recibo whatsapps con “kits de supervivencia cultural para el encierro”, listados de películas que ver, plataformas de cursos en línea, lecturas recomendadas, conciertos desde la casa; sé de iniciativas de bingos y clases fitness desde balcones en España, ideas para jardinear, cocinar, actividades para entretener a los niños y cuanta cosa se pueda hacer para mantener al cuerpo en un estado de extroversión ilusoria, simulacro de un tiempo que hemos perdido, ¿provisoriamente? y que arroja los primeros tintes azules en la piel por la falta de respiración hedonista.
La hipoxia se observa también en otros frentes. Desde el discurso de Macron para quedar en la historia “el tesoro de la patria es la salud de sus habitantes” o Johnson apelando a la inmunidad natural de los británicos, y en Chile, sospechosos borrones de los rayados en Plaza Dignidad y remozamiento express del área, el choque de identidades entre las casas de estudio más importantes (la Católica avergonzada de sus internos de medicina por restarse de apoyar en la crisis y la Chile inflando el pecho por sus internos fieles al juramento hipocrático), gallitos entre alcaldes y el Ministro de Salud, los cuicos como los malos de la película por importar el virus y en ya varios casos displicentemente expandiéndolo, y lo más maravilloso, el planeta Tierra, al fin, tiene un descanso de la lacra humana en siglos.
Las aguas de Venecia se han vuelto cristalinas.
Me pregunto si el chino que se comió al murciélago infectado, de saber todo lo que ha provocado, hubiera escupido el bocado. A veces pienso que no, que hubiera sentido un extraño llamado místico, una misión redentora del planeta y flagelante de la especie humana.
Ese chino puede que ahora esté sentado en un sillón ignorante del karma planetario del cual fue instrumento, o tal vez haya sido incinerado y su alma esté expectante de lo que suceda en este plano.
Lo que sí sé es que soy una sobreviviente de influenza y si usted me está leyendo es sólo porque Dios es grande. En realidad la muerte no llamó a mi puerta hace un año, la muerte duerme conmigo siempre, se ducha conmigo, hace el amor conmigo y seguramente también me está leyendo. Y a usted, amigue lector, lo está abrazando en este momento.
La asfixia del yo como metáfora no lo ha sido para muchas personas que día a día están muriendo por Coronavirus. Morir así es realmente horrible, yo lo sé. Y si China está saliendo de la crisis lentamente después de dos meses, prefiero no pensar en lo que nos espera ahora que se avecina el invierno.
Hoy nuestro drama es el cuerpo como problema político, pero para muchos, en un tiempo lo será como problema espiritual.
Como lo fue para mí.
Desde entonces, agradezco cada inhalación y exhalación que puedo dar. No necesito un kit de supervivencia cultural para pasar la cuarentena. No me conflictúa la asfixia del yo. Me conflictúa la incertidumbre, exquisita y dolorosa. Pero algo de entrenamiento tenemos desde nuestro estallido social de octubre. Muchos vienen entrenando tal vez por años.
El cuerpo como dominio político es una ilusión. Nunca hemos tenido el control.
Y si algo podemos hacer ante la falta de oxigeno, es simplemente entregarnos, y soltar.
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