Mucho se ha escrito en los últimos días acerca del proyecto de ley, aprobado recientemente por la Cámara de Diputados, que pretende sancionar con penas de cárcel de 541 días a 3 años (más pena de multa) a quien “a través de cualquier medio justificare, aprobare o negare las violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado durante la dictadura cívico militar”, que estén consignadas en aquellos “informes que sean reconocidos por el Estado sobre la materia” (Vg. Comisiones Rettig, Valech), y “siempre que dichos actos perturben el orden público o bien impidan, obstruyan o restrinjan de forma ilegítima el ejercicio de un derecho por parte de el o los ofendidos”.
Junto a todas las consideraciones normativas sobre su evidente puesta en peligro a la libertad de pensamiento y de expresión, muy elocuentemente expuestas por juristas e intelectuales como Carlos Peña o José Miguel Vivanco, hay que decir que, desde la más autorizada doctrina del Derecho Penal en una sociedad democrática, la técnica legislativa empleada por el proyecto es realmente confusa y muy peligrosa desde el punto de vista de la salvaguardia del individuo frente al castigo arbitrario.
Incluso a riesgo de que los justificadores, aprobadores o negadores de las violaciones a los derechos humanos, los llamados cómplices pasivos de la dictadura terminen victimizándose ante la opinión pública, erigiéndose como auténticos mártires de la arbitrariedad jurídica.
Por ejemplo, ¿cuál sería el verbo rector de la conducta punible o reprochable? “¿El acto de “justificar”, “aprobar” o “negar” las violaciones a los derechos humanos?
¿O bien la de “perturbar el orden público” o “impedir”, “obstruir” o “restringir” de “forma ilegítima” el “ejercicio de un derecho por parte de el o los ofendidos”? ¿Cuál sería el “derecho impedido, obstruido o restringido ilegítimamente al ofendido”?
En suma, ¿cuál de las dos verbalizaciones contiene el acto ofensivo? ¿En qué cosiste la ofensa?
Es cierto que actos públicos como los homenajes al general Miguel Krasnoff en el Club Providencia en 2011 o al dictador Augusto Pinochet en el Teatro Caupolicán en 2012, trajeron como consecuencia graves afectaciones al orden público, precisamente por la furia que despertó el acto de justificar y aprobar frente a toda la comunidad crímenes de lesa humanidad, afectando de este modo la dignidad de los deudos de los detenidos desaparecidos y de los ejecutados políticos, así como de los sobrevivientes de la tortura por manos de los agentes de seguridad que sirvieron a la dictadura.
Pero no es menos cierto, que si actos de expresión de esta naturaleza estuvieran expresamente sancionados por la ley penal, incluso bajo la más feliz técnica legislativa, la gran mayoría de los ciudadanos, que somos conscientes de la memoria del horror, no tendríamos la oportunidad de manifestar nuestro más profundo repudio a la estupidez de aprobar, justificar o incluso negar públicamente aquellos hechos que trastocaron los valores más fundamentales de la moral pública del pueblo de Chile.
Entonces, ¿por qué en vez de permitir que los cómplices pasivos de los crímenes de lesa humanidad se victimicen, penalizando su estupidez, no les damos una respuesta civilizada tan simple y digna como “dejar que ladren”, para que nosotros tengamos la oportunidad de disentir de ellos, incluso a través del escándalo público, cada vez que se atrevan a defender públicamente lo que todos sabemos que es indefendible?
Es dable pensar que a muchos de quienes somos familiares de víctimas de estos graves crímenes, poco nos importa que se penalice a los infames que los aprueban, los justifican o los niegan, incluso si perturban el orden público o afectan el ejercicio de alguno de nuestros derechos, si nosotros mismos como ciudadanos, que gozamos de autonomía, inviolabilidad y dignidad, podemos ejercer nuestra libertad de expresión y nuestro derecho a protestar para manifestar ante todo el mundo nuestra reprobación y nuestro asco.
Por lo tanto, este proyecto de ley que pretende penalizar el “negacionismo a la chilena”, además de hacer peligrar el legítimo ejercicio de la libertad de pensamiento y de expresión, y el derecho al castigo justo, es también y por sobre todo una ofensa a la inteligencia de los mismos ciudadanos, que el próximo 25 de octubre, en un histórico acto soberano, inauguraremos el proceso para aprobar una Nueva Constitución.
La que abrirá sus puertas hacia una democracia deliberativa, donde los procesos de transformación social no se detendrán ni con el crimen ni con la fuerza que tanto deleita a los cómplices pasivos de la dictadura.
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