Que se vayan los inmigrantes

Chile para los chilenos. Que se vayan los inmigrantes.

Que se vaya la Presidenta Bachelet, de ascendencia francesa.

Que se vaya el Presidente del Senado, Ricardo Lagos Weber, de ascendencia española.

Que se vaya el Presidente de la Corte Suprema, Hugo Dolmestch, de ascendencia alemana.

Que se vaya el dueño de El Mercurio, Agustín Edwards, de origen inglés y también el dueño de La Tercera, Álvaro Saieh, de origen árabe.

Que se vaya el rector de la U. de Chile, Ennio Vivaldi, con antepasados italianos, junto con el rector de la U. Católica, Ignacio Sánchez, con antepasados españoles.

Que se vayan las fortunas más grandes de Chile, los croatas Luksic, los alemanes Paulmann, los italianos Solari y Angelini, los españoles Matte y Piñera y los árabes Yarur.

Que se vayan todos los Senadores y todos los Diputados.

Que me vaya también yo, de orgulloso origen libanés-palestino.

Si nosotros no nos vamos… ¿Por qué tendrían que irse los peruanos, bolivianos, haitianos, colombianos o dominicanos? ¿Porque tienen origen indígena? ¿Porque son afro descendientes?

Hablemos en serio. Chile no es racista, Chile es clasista. Y detrás del debate sobre inmigración levantado por políticos conservadores en los últimos meses, está lo peor de nuestro clasismo.

Esta discusión pública me parece la más relevante de todo el año 2016, pues tiene que ver con la esencia de nuestro país, y también con la típica hipocresía de buena parte de nuestra élite. Una élite migrante que levanta discursos contra los migrantes. El cómo abordemos este tema durante el año 2017, en medio de una elección presidencial, tendrá mucho que ver con la forma en como Chile se desarrolle hacia adelante.

Somos un país al final del mundo, una mezcla de identidades, una suma de diversas migraciones, desde las primeras migraciones de nuestros pueblos originarios hasta la actual oleada de inmigrantes latinos.

Quienes somos chilenos no podemos olvidar la historia que hay tras nuestras familias, que fueron acogidas y pudieron iniciar una nueva vida en nuestro país. No tenemos derecho alguno a negar a otras familias la posibilidad de sentirse chilenas también. Hacerlo, y más aun de la manera prepotente con que algunos han instalado el tema, es un acto de hipocresía, ignorancia y agresividad inexplicable.

Se trata de un problema esencialmente de derechos humanos, pero también de sentido común. Nuestro país ha crecido, desde sus inicios, gracias al aporte de la migración, y si nuestra meta ahora es alcanzar el desarrollo, no podemos cerrar las puertas a la diversidad étnica y cultural.

El porcentaje de quienes viven en Chile pero no son chilenos, que aún no alcanza al 3%, es aún muy bajo en comparación a los países de la OCDE (Estados Unidos tiene un 14%, Alemania un 12%). Incluso en el contexto latinoamericano, a diferencia de lo que muchas veces se cree, somos apenas el décimo país en el ranking de quienes reciben la mayor cantidad de extranjeros, muy por debajo aún de países como Costa Rica o Argentina. Debemos mirar este fenómeno como una oportunidad y no como una amenaza.

Lamentablemente nuestra actual Ley de Extranjería, un decreto de la dictadura, lo sigue viendo como una amenaza. Por eso hay que avanzar en la nueva ley, discutida democráticamente, que regule de manera adecuada el ingreso de extranjeros al país, pero sin caer en el disparo en los pies que significaría establecer una política migratoria prohibicionista.

Quienes nos consideramos progresistas tenemos el deber de disputar este debate a los conservadores. No se trata solo de una política pública, se trata fundamentalmente de nuestra dignidad e identidad.

Que se queden los inmigrantes. Que nos quedemos todos y todas.

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