Patricia dirige un jardín infantil en Valparaíso. A diario abre la puerta a niños nacidos de historias que duelen: madres adolescentes, muchas veces víctimas de abuso, familias quebradas, barrios marcados por la pobreza. Lidera un equipo comprometido, pero cada decisión la toma con el peso de no equivocarse, porque en su comunidad un error no es un desliz administrativo, sino una posibilidad menos para que esos niños rompan el ciclo. Y aunque lo hace con convicción, confiesa que se siente sola. Que hay días en que no puede más. Patricia no es la excepción. Es la norma silenciosa del sistema.
En Chile, hablar de liderazgo escolar suele sonar grandilocuente: marcos de la buena dirección, estándares, resultados. Pero cuando miramos de cerca, cuando entramos a la sala de profesores, cuando acompañamos a quienes cargan con la promesa de una educación transformadora, vemos otra cosa: vemos desgaste. Vemos incertidumbre. Vemos talento que resiste, pero también talento que se fuga.
Según el investigador canadiense Kenneth Leithwood, el liderazgo directivo es el segundo factor más importante (después de los docentes y su trabajo en el aula) en la mejora del aprendizaje, y su impacto es especialmente crítico en contextos vulnerables. Jason A. Grissom, Anna J. Egalite y Constance A. Lindsay lo confirman: pasar de un liderazgo promedio a uno destacado equivale a casi tres meses adicionales de aprendizaje por año. Sin embargo, en Chile, uno de cada cinco directores abandona el cargo al inicio de su trayectoria, según datos reportados recientemente por la Universidad del Desarrollo. No porque les falte vocación, sino porque les falta respaldo y acompañamiento.
Afuera, el mundo va tomando nota de cuánto influye el liderazgo de los directores en la mejora educativa. Eso ha generado iniciativas interesantes de mirar, como el programa Courageous Principals, desarrollado por Deloitte, que ha formado a más de 5.500 directores en Estados Unidos y Australia. Su clave: no formar en soledad, sino crear comunidades. Entrenar, sí, pero también acompañar, escuchar, sostener.
En nuestro país hemos intentado replicar esta lógica, a través de la Academia Impulso Directivo, que busca ofrecer formación, sí, pero también espacios de contención. Coaching personalizado, talleres de propósito, redes de colegas que no se encuentran por casualidad, sino porque entienden que liderar una escuela es una tarea que no se puede -ni se debe- llevar en solitario.
Hoy, más que nunca, necesitamos mirar a los directores no solo como administradores de recursos o guardianes de metas, sino como líderes que cuidan, que inspiran, que innovan, que se adaptan, que resisten. Y si bien es cierto que ningún liderazgo cambia una escuela por sí solo, sino que requiere de la interacción y colaboración de todo el ecosistema educativo, también es cierto que sin liderazgo no hay cambio posible.
La pregunta, entonces, es simple: ¿seguiremos dejando solos a quienes sostienen la escuela?
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