Este 18 de abril de 2018 se constituyó en Cuba la IX Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, de donde se elige el próximo presidente de los Consejos de Estado y de Ministros del país. La excepcionalidad y casi morbo del evento radica en que por “primera vez” en los últimos 60 años Cuba tendrá un presidente con un apellido distinto al Castro.
En realidad Cuba tuvo antes dos presidentes Manuel Urrutia (1959) y Osvaldo Dorticós (1959-1976), olvidados por razones bien distintas en la historia. No es azaroso que identifiquemos, dentro y fuera de Cuba a la Revolución con la conducción de sus máximos dirigentes históricos: Fidel y Raúl Castro.
Los designios de un país, de un proyecto político de carácter popular como fue la Revolución triunfante de 1959, se ligaron a los de la biografía política y biológica de sus máximos representantes.
La ruptura de dicho rito, anunciada hace 10 años y al parecer finalmente concretada, es un hecho no menor.
Pero, ¿qué de importante e histórico puede resultar elegir al próximo presidente de Cuba, mediante los mismos mecanismos, bajo la misma Ley electoral (1992), la misma constitución, la misma institucionalidad?
Se dirá que es suficiente tener un presidente con un apellido distinto en los últimos 42 años, incluso más, que pertenezca a una generación que no es la Generación Histórica, autodenominada como tal, para considerar tal excepcionalidad.
Pero los hechos van más allá. Raúl Castro fijó, durante su elección en 2008, los tiempos para el mandato político dentro de Cuba, por primera vez en casi 6 décadas.
Se auto impuso un límite temporal, considerando también que los tiempos políticos no están separados de los tiempos biológicos, y con ello la duración del gobierno futuro dentro de la isla.
La Asamblea Nacional del Poder Popular constituida este 18 de abril, responde a los mismos mecanismos electorales que impiden un ejercicio abierto, de control y selección popular realmente.
¿Qué cambia para Cuba hoy? Nada, absolutamente nada. Es un evento más de los acaecidos en los últimos 12 años, cambios que perpetúan un orden urgido de transformaciones que terminan aplazándose y desplazándose bajo la promesa del cambio a futuro.
Cambiarlo todo para que todo siga igual pareciera ser un signo de la política dirigida en la última década. Los cubanos y cubanas han aprehendido bien de dicha estrategia, tal vez por ello no les cause mayor revuelo el 18 de abril del 2018 ni el 17 de diciembre de 2014, porque al fin sabemos, “en Cuba nada cambia, todo sigue igual”.
Pareciera pues se ha detenido el tiempo en la isla, es la experiencia que viven quienes la visitan y también de quienes no han salido nunca de ella: una isla abarrotada de símbolos del pasado, un islote de pasado naufragando o intentando no naufragar en los mares de la incertidumbre.
Nada cambia este 18 de abril para la vida cotidiana de cubanos y cubanas, para los cursos de su política, pero el cambio llega, se produce, o más bien amenaza, puja, porque “el tiempo, el implacable, el que pasó, siempre una huella triste nos dejó (…) Aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida”, cantaba Pablo Milanés, y los cubanos lo saben.
Tal vez más que mirar con estupor quien será el próximo presidente, debamos revisar cuáles son las condiciones de posibilidad de dicho presidente, cuál es el país construido, cuál es la institucionalidad con la que continuamos machacando de 1976 a la fecha, apenas remendada.
Algunos gestos son sintomáticos. Si revisamos por ejemplo las cifras de los últimos períodos eleccionarios de diputados a la ANPP podrá comprobarse una continua baja en los porcentajes de votación, aunque no significativa, salvo hasta 2017, en donde se ha tenido la más baja votación desde 1976, con un 85.65%.
Igualmente ocurrió con las elecciones de delegados a las Asambleas Municipales del Poder Popular, que en 2017 también obtuvieron una cifra inferior a los registros históricos, con un 89.02%.
Sin lugar a dudas estos porcentajes superan las medias de las “democracias” de la mayoría de los países latinoamericanos, pero también no debe olvidarse que Cuba ha tenido una revolución nacional con una cultura y una hegemonía políticas muy particulares y diferentes de los procesos históricos que han vivido el resto de América Latina.
Los signos, tal vez aún no alarmantes, pero sí llamativos de la baja participación electoral, si son leídos junto a los ritmos de los cambios anunciados y no cumplidos bajo el mandato de Raúl Castro, pueden estar mostrando síntomas de descrédito y desconfianza políticas, de cansancio, que acompañarán al próximo gobierno, en un contexto donde la hegemonía de la clase política dirigente contará con otros recursos y otros capitales, aún por construirse.
Este abril Cuba no se queda sin los Castros, los que son parte del simbolismo y la cultura política de generaciones de cubanos y cubanas de los más diferentes espectros ideológicos.
Fidel Castro pautó generaciones, en más de un modo y ese legado cobrará aún un tiempo largo en comenzar siquiera a disolverse. La fuerza de los usos del pasado histórico de la Revolución y sus representantes, ha sido la principal estrategia hegemónica de legitimación del poder usado por la clase política dirigente durante cinco décadas. No se escapa fácilmente de ello.
Sin embargo los Castros sí han comenzado a quedarse sin Cuba, y aún más, a dejar a Cuba sin Cuba. El país de los altos consensos, del “Sí se Puede” y del “Patria o Muerte”, tal vez, no es ya, y desde hace algún tiempo, el país que hoy frente a la tele ya no quiere seguir expectante, y no lo hace, la apaga o simplemente no la enciende.
Nos han dejado una Cuba demasiado adaptada a la espera, a una resistencia sin resistencia, a la resignación, que desde hace algún tiempo va transformándose en una Cuba más “apática”, más individualista, menos interesada en la política, esa que le queda tan distante.
Por eso, el 18 de abril es una fecha más, una fecha que llega tarde en un calendario tan lleno de pasado, una fecha que definitivamente no puede devolverle a Cuba, su Cuba.
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