Por mucho que la elección de Trump haya sido una sorpresa o que no tengamos claro cómo se va a orientar su gobierno, me parece que no debemos ser tan alarmistas.
Es muy probable que ni Trump vaya a ser tan mal presidente como Hillary podía ser tan buena. Está claro que más allá de los discursos sexistas y xenófobos no se van a andar matando mexicanos, musulmanes, gays ni mujeres en las calles, tampoco el gobierno de Trump va a ser un apocalipsis, al menos no tan apocalíptico como fueron otros gobiernos sobre el río Grande.
Pese a todo, allá sí que funcionan las instituciones, al menos para los propios gringos. Veo difícil que el electo presidente haga ni la mitad de las cosas que dijo que haría, todos sabemos que una cosa es ser candidato y otra presidente. Estará por verse.
Hace unas semanas un amigo cientista político, cuando Hillary se distanciaba para arriba en las encuestas y Trump bajaba vertiginosamente, me pronosticó un triunfo del empresario por amplio margen y que no iba a ser ninguna cosa terrible ni para EEUU (cosa que nos importa menos) ni para el resto del mundo (cosa que nos importa más) y que, obviamente, el resultado se producía por una desafección del modo de hacer política tradicional, ese de la sonrisa ante las cámaras, ese del mero respeto por las formalidades republicanas, ese de los discursos políticamente correctos, pero que tras las cortinas o entre las cuatro paredes del salón oval, se tejen acuerdos truchos con dictadorcillos bananeros o príncipes del Oriente, apoyos a guerrillas, venta de armas en zonas de conflicto y promoción de acuerdos multilaterales abusivos aunque de conveniencia para unos pocos.
Nos cuesta entender la lógica de la democracia estadounidense, una democracia que se exporta con diplomacia y se menoscaba con intervencionismo.
Nos cuesta entender los claroscuros de una cultura tensionada por la libertad y la tradición ultramontana y creemos que ese gran país se reduce sólo al glamour de Hollywood, la universalidad de la cultura de Manhattan y la eterna promesa de un Paraíso en Miami y Orlando, cuando en realidad, la verdadera América profunda sólo se encuentra en Dakota, Nebraska, Texas, Missouri o Utah.
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