Mi salud porteña

Cuando uno vive en otro país, pasa por situaciones nuevas, que jamás se había preguntado o pensado.

Situaciones obvias que uno sabía cómo resolver automáticamente: dónde me saco este pedazo de muela que tengo aquí; cómo conseguir la residencia temporal; cómo arrendar algo mejor y más barato; dónde diablos venden paltas hass.

Todas estas interrogantes se iban convirtiendo en angustias que iba contestando por diversos medios: amigos, internet, paseos.

Sin embargo, una cosa mantuvo esta angustia por cuatro meses: cómo conseguir hora con un neurólogo en el sistema de salud argentino.

Oliverio Coelho escribió una novela (Borneo) que trata de cómo uno puede perderse en el sistema de salud, pero como el libro está en Chile, mejor seguiré con mi experiencia.

Decidí hacer lo mismo que había hecho con la muela. Me metí a Google y empecé a buscar neurólogos y comencé a llamarlos. Para mi sorpresa el primero dijo: “Yo sólo estoy para segundas opiniones y para cosas graves, no para lo que usted quiere”.

Después continué llamando y me encontré con el problema de las tarifas. Como soy extranjero, en proceso de regularizar su residencia, aún no tengo “obra social” (para tenerla hay que estar contratado y para estar contratado hay que tener residencia), mi atención era particular y los precios variaban entre los 400 pesos más IVA ($50.000 en plata chilena) y los 1000 pesos más IVA ($130.000).

No podía creer que una extracción de una muela ($18.000) fuera más fácil que una atención neurológica.

Un amigo argentino me recomendó entonces que fuera al Hospital de Clínicas, que depende de la Universidad de Buenos Aires. Una tarde fui y me dijeron que tenía que pedir hora en el Consultorio A, pero que debía hacerlo entre 8 y 11 de la mañana.

Regresé al día siguiente y cuando pregunté, me dijeron que tenían hora para noviembre.

¡Noviembre!, exclamé y enseguida le expliqué la situación a una mujer, necesito una simple receta.

“Vení mañana”, respondió, “pero vení a las 7 y aprovechá de hablar con el doctor antes que entre a consulta”.

¡A las 7 de la mañana!, volví a exclamar y enseguida le pregunté cómo se llamaba el médico.

“No”, dijo seria, “esa información no te la puedo dar”.

Y cómo voy a conversar con un médico del que no sé su nombre, alegué.

“Si venís mañana, yo te indico, che”, replicó con autoridad.

Deseché la idea de atenderme en el Hospital de Clínicas. Pese a ser gratuito, el hecho de levantarme a las 5:30 de la mañana me disuadió.

Así es que volví a Google y encontré un consultorio a unas cuadras de mi casa, en Congreso.

Pregunté a cuánto estaba la atención particular y la mujer dijo: “40 pesos con IVA incluido ($4.500)”.

Me pareció bien y al otro día, mágicamente, estaba con mi neurólogo, el doctor Judt, que no cesaba de hablar con alguien por celular: “Sí, es Alzheimer. Ajá, sí, una lástima, che. Bueno, hablamos después”.

Le conté mi situación, el medicamento que necesitaba y, después de escuchar mi larga exposición, dijo: “Le explico: usted por la ciudad puede andar a caballo, en subte, en colectivo o en limusina. Usted, al tomar ese medicamento, anda a caballo. Es muy antiguo, ya no se receta. Además, sin él, usted podría ser una persona realmente brillante”.

Me quedé mirando al doctor Judt, pensaba y para esto pagué 40 pesos, para que me diga que ando a caballo y que no soy realmente brillante. “Pero bueno, acá tiene su receta”, dijo finalmente el doctor Judt.

Y yo, el muy bruto, me largué mascullando una angustia menos y una más.

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