El reciente anuncio sobre el cierre de la Fundición Ventanas, en la Región de Valparaíso, deja varias aristas que merecen ser reflexionadas con cautela.
A estas alturas, el objetivo de terminar con la fundición parece del todo sensato y adecuado. Por algo, de hecho, ha sido una propuesta promovida por gobiernos de distintos colores políticos en los últimos años. Bien sabemos que el drama medioambiental que se vive en el sector es insostenible, con un impacto que ya parece irremediable. Sumado a eso -tal como se ha dado a conocer en un reciente estudio del IMFD-, la realidad demuestra que el impacto laboral y económico del cordón industrial no ha sido el que se prometió para los habitantes del lugar, quienes tienen que convivir, además, con el deterioro de tierras y con la contaminación de aguas (afectando a los pesqueros del lugar).
Sin embargo, reconocer esta situación no nos exime de responsabilizarnos por la forma en que se dio la decisión tomada por el gobierno del Presidente Boric, situación que sigue dejando muchas dudas.
Los sectores de La Greda, Loncura, Ventanas, La Laguna, y muchas otras localidades de Puchuncaví y Quintero, son quizás el ejemplo más claro de lugares abandonados. Mirarlo así aporta cierta perspectiva a la problemática. No solo hablamos de zonas de sacrificio (que por cierto lo son), sino que también de lugares que han sido dejados atrás por la institucionalidad política y por la sociedad en su conjunto. Sin ir más lejos, hasta el 2010 poco nos importaban las suspensiones de clases producto de las graves condiciones medioambientales. Y ya en la actualidad siguen sin importarnos mucho los problemas de servicios, la inadecuada infraestructura y los dramas económicos que viven familias que se han forjado por décadas en esos territorios.
En ese contexto, nuestro aparato estatal parece no tener las capacidades adecuadas para dar solucion a estas y otras problemáticas locales. Porque hoy toman relevancia Quintero y Puchuncaví, pero bien sabemos que son varias las zonas olvidadas en nuestro alargado país, muchas de ellas sin siquiera representar "zonas de sacrificio" medioambiental.
Pero junto a lo anterior, parece existir otra arista del conflicto que resulta igual de compleja: la habitual ausencia de los habitantes locales en decisiones trascendentales. El hecho de excluir a los trabajadores en la determinación de cerrar la fundición no representa un tema menor, sino que más bien es un síntoma grave del centralismo que impera, el cual suele materializarse en dinámicas de arriba hacia abajo. De alguna u otra forma, ya estamos bastantes acostumbrados a ver estos dramas locales con los lentes de la capital, un problema que nuestro presidente conoce muy bien.
Y el resultado no es nada de positivo, pues, independiente de las bondades de la decisión, una vez más los habitantes del territorio parecen haber sido dejados de lado en los asuntos que determinarán sus condiciones de vida. Quienes hoy más sufren en las comunas afectadas por el cordon industrial ya saben muy bien de esto. No se les incluyó en la decisión de instalar los proyectos, ni en su diseñio ni en su ejecución. Y ahora, décadas después, tampoco parecen ser incluidos en su cierre.
El drama que se vive en lugares marginados es complejo y de difícil solución. Por lo mismo, los aplausos y vítores para una decisión tomada desde La Moneda (como parece haber sido) debieran hacernos prender ciertas alertas sobre los eventuales costos que vendrán aparejados. No hablamos de asuntos económicos y laborales, sino que de seguir evadiendo e invisibilizando los dramas subyacentes del conflicto, muchos de ellos relacionados con la contaminación del cordón industrial, pero muchos otros que no.
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