Confieso que me cuento entre aquellos a los que todavía nos resulta moralmente imposible votar por un candidato de derechas. Sin tener afiliación partidaria, soy de aquellos que aún se resisten a cruzar la frontera o "clivaje" del plebiscito de 5 de octubre de 1988, cuyo triunfo de la opción "No" hizo posible las primeras elecciones presidenciales y parlamentarias tras la derrota del dictador Augusto Pinochet.
Un 14 de diciembre, pero de 1989, triunfó la coalición de partidos opositores a la dictadura llamada Concertación de Partidos por la Democracia, compuesta por partidos y movimientos de centroizquierda, con exclusión de la ultraizquierda, y que a través de sucesivas contiendas electorales gobernó Chile durante 20 años.
En esas dos décadas, para mí, votar por la Concertación fue siempre una opción cómoda, por razones de forma y de fondo. Las razones de forma me las daba la pluralidad de su composición partidaria, que me permitía elegir al que mejor me representaba entre sus distintos candidatos presidenciales, parlamentarios y municipales, más allá del partido al que cada uno de ellos perteneciera.
Y relacionada con su pluralidad, mis razones de fondo se vinculaban al carácter reformista del proyecto político de la Concertación, que era transversal a los distintos partidos que la integraban.
Siempre he sido partidario de lo que Karl Popper denomina "ingeniería social gradual", esto es, aquella que apuesta por transformaciones graduales para posibilitar el éxito de aquellos cambios sociales necesarios para frenar los abusos y las injusticias, sin que tales cambios coarten las libertades y los derechos fundamentales que nos pertenecen a todos.
Y desde esta visión gradualista, en las distintas etapas de mi juventud pude sustentar las más diversas formas de pensamiento democráticas, liberales, igualitarias y pluralistas contrarias a las derechas.
Porque a la derecha política chilena todavía la sigo identificando con la dictadura militar de la que fui un ferviente opositor, por haber conculcado ésta aquel imperativo categórico que conocemos con el nombre de derechos humanos y por las dramáticas desigualdades sociales generadas por su modernización capitalista y autoritaria.
Sin perjuicio de reconocer que hay dictaduras de izquierdas que han sido más feroces que muchos autoritarismos de derechas, o de admirar a ciertos intelectuales de derechas de quienes no pongo en duda sus credenciales democráticas. Sin embargo, a partir del último gobierno concertacionista mi comodidad electoral comenzó a disiparse.
Porque si bien esta coalición de centroizquierda nunca abandonó su pluralismo y su reformismo, la propia sociedad chilena asumió su pluralidad de un modo mucho más radical y su demanda por el mejoramiento en sus condiciones de vida se hizo incomparablemente más impaciente.
Ello explica, al menos en parte, por qué la Concertación terminó su ciclo y en 2010 se disolvió apenas fue elegido el primer gobierno de derechas desde el retorno a la democracia, liderado por Sebastián Piñera. Y a pesar de que Piñera fue opositor a la dictadura militar, mantuvo las reformas sociales promovidas por la Concertación y no logró revertir las que promovió el segundo gobierno de Michelle Bachelet, me es imposible compartir la visión económico-social de las derechas, impropiamente llamada "neoliberalismo", cuyos máximos exponentes son Friedrich A. Hayek, Milton Friedman y la Escuela de Chicago.
Como adherente de un liberalismo crítico, en la línea de un Isaiah Berlin, un Octavio Paz o un Raymond Aron y del socioliberalismo de un Norberto Bobbio, para mí está claro que dentro del pensamiento liberal existe una honda fisura ideológica.
Por un lado, está el liberalismo democrático, cuya piedra angular es la libertad entendida como posibilidad de elegir sin interferencia, la que debe ser permanentemente ponderada con el valor de la igualdad en el marco de un Estado social democrático de Derecho; y, por otro, el "neoliberalismo", cuya base fundamental es la libertad entendida como soberanía del mercado y para el cual la democracia es un mero instrumento (e incluso un obstáculo) para su expansión y hegemonía.
Desde este "clivaje", la Concertación fue lo más cercano a mi visión democrática del liberalismo, mientras que la derecha, hasta hoy, adhiere al mal llamado "neoliberalismo". De ahí mi profunda distancia ideológica con las derechas, sean ultraconservadoras o populistas.
Ahora bien, la sobrerrepresentación parlamentaria de la derecha, por causa del sistema electoral binominal heredado de la dictadura, no le permitió a la Concertación conseguir una reforma constitucional o una nueva Constitución que tuviera como base fundamental un Estado social democrático de Derecho.
Pero sus reformas democratizadoras y sus políticas sociales hicieron posible su mayor éxito: el surgimiento de una nueva clase media que, paradójicamente, fue la semilla no sólo del término de su ciclo, sino también del desdibujamiento del "clivaje" del 5 de octubre de 1988. En los últimos tres lustros, esta clase media emergente se ha visto frustrada en sus expectativas de ascenso social, fundamentalmente porque las reformas de acceso y calidad de la educación no le posibilitan el aumento de sus ingresos y el mejoramiento de su calidad de vida. A lo que se suma la crisis de seguridad en sus barrios, el desorden migratorio que afecta sus oportunidades laborales y los crecientes escándalos de corrupción en la esfera del Estado.
Y si bien es cierto que el actual gobierno de izquierdas consiguió mayoría en el Congreso para aprobar valiosas reformas sociales como la eliminación del copago en la salud pública, la disminución de las horas de trabajo y el aumento de las pensiones, ellas no logran superar la impaciencia ciudadana.
De ahí que la llamada "crisis de representatividad" se haya convertido en el eje de la incomprensión de la clase política a la hora de buscar y promover soluciones al malestar. En este sentido, el alto impacto del denominado "estallido social" no hizo más que agudizar esta crisis, al punto de hacer del "voto castigo" la definición de los resultados electorales.
Prueba de ello fue el rotundo fracaso de dos procesos de cambio constitucional en los plebiscitos de 2022 y 2023, y actualmente lo es, por primera vez en menos de 40 años desde el retorno a la democracia, el inminente triunfo electoral de un candidato presidencial de ultraderecha declaradamente pinochetista, apoyado no sólo por las derechas, sino también por exconcertacionistas que militaron en partidos de centro.
Sin embargo, dentro de aquellos que todavía nos resistimos a atravesar el cerco o "clivaje" del 5 de octubre de 1988, somos muchos los que hoy no nos sentimos representados por ningún partido ni candidato presidencial que ofrece el mercado electoral. Al punto de que nuestra incomodidad nos ha convertido en unos auténticos huérfanos de opciones electorales.
Una orfandad que, al menos por mi parte, no se debe a que la candidata única de la no-derecha milite en un partido de ultraizquierda para esta próxima segunda vuelta, sino porque la gran mayoría de la no-derecha ha sido renuente en aceptar el enorme desajuste de sus proyectos racionalistas o malamente llamados "progresistas" con la compleja sociedad de hoy. Su rotunda debacle electoral es un claro reflejo de esa falta de correspondencia.
En una sociedad radicalmente pluralista, explosivamente impaciente, altamente tecnologizada y dramáticamente fragmentaria, como es la de Chile actual, uno de los principales errores de paradigma del "progresismo" ha sido el de insistir en que las decisiones de los individuos y grupos, para ser válidas, deban ser siempre racionales y autónomas, o sólo concretarse entre formas de vida que tengan sentido o en las que valga la pena vivir. Los cambiantes hechos sociales y culturales que circulan bajo nuestros pies siempre se han burlado de los esquemas geométricos de este racionalismo acrítico.
En este escenario de orfandad electoral, cabe preguntarse por qué seguir votando por alternativas "progresistas" cuya falta de empatía las ha desconectado de la sociedad, con tal de no votar por las derechas.
Es cierto que el voto, como dice el profesor Agustín Squella, además de ser un derecho y un deber, es libre y secreto; y en vez de asumir esta libertad como una elección racional del "mal menor", debamos asumirla como lo que es: una elección radical que vale por sí misma. Y desde esta radicalidad, romper con el paradigma del "mal menor" y votar en blanco.
Sin embargo, aunque Squella tenga razón al decir que el voto en blanco "es una forma clara, pacífica y silenciosa de protestar", desde mi orfandad electoral me resisto a ejercer mi libertad radical de no elegir.
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