La política chilena ha perdido no solo su solemnidad -quizás inevitable en una democracia-, sino que corre el riesgo de perder también la mínima seriedad. Bajo la lógica implacable de la mediatización, un espacio para el debate y las propuestas sobre nuestro destino común se ha convertido para muchos en un vulgar show de entretenimiento.
La calidad de nuestros representantes ha decaído, y los distintos bloques exhiben un alarmante déficit de talento. No resulta sorprendente entonces que, al inscribir sus listas al Congreso, destaquen ahora los "rostros" de deportistas, artistas y figuras de la televisión.
Desde hace varias legislaturas contamos con una "bancada de la farándula": un elenco que, en lugar de trayectoria pública, exhibe soltura ante las cámaras y dominio de sus lógicas comunicativas. Este fenómeno, que reaparece cada cuatro años como una novedad, es solo la punta del iceberg de una práctica política ya antigua : el reclutamiento basado más en el brillo del personaje que en la experiencia o el conocimiento de las problemáticas locales y nacionales.
Una de las primeras señales de esta banalización se dio en los años '90, cuando diputados se convirtieron de pronto en comentaristas de fútbol.
Lo que hoy es noticia fugaz -la inscripción de candidatos famosos- no debe ocultar que, incluso en los llamados debates presidenciales, los programas de gobierno se reducen a promesas demagógicas, con cifras que en alguna ocasión han alcanzado el 20 % del PIB, y discursos centrados en todo menos en políticas públicas.
Mientras celebramos la última selfie de nuestro candidato favorito, dejamos de preguntarnos si realmente comprende la complejidad del sistema de salud, la urgencia de combatir el crimen organizado o las reformas educativas necesarias para elevar la calidad. Los llamados políticos profesionales han asumido que la popularidad y el tiempo en pantalla, hablemos de lo que hablemos, determinan la relevancia política. Estar presentes en la agenda informativa equivale a sumar intención de voto.
No sorprende, entonces, que los partidos recluten a famosos; hace tiempo olvidaron que gobernar requiere algo más que presencia mediática. Hace años, el profesor español Blanco Valdés advirtió, al reseñar un libro de Peter Mair, que la política actual recluta cuadros bajo el principio de "selección inversa".
Como vamos terminaremos viendo en cada mitin a un exdeportista convertido en orador improvisado, o en cada panel de debate a un exactor rivalizando con senadores y diputados en ocurrencias insulsas.
El ciudadano de la "democracia de audiencias" -como la llamó Bernard Manin-, ávido de entretenimiento, seguramente disfruta cada función del espectáculo político. Con ello, no obstante, asumimos un doble riesgo. Por un lado, empobrecemos la calidad de las decisiones colectivas al desligarlas de la experiencia y la especialización.
Por otro, profundizamos la erosión de la escasa confianza en nuestras instituciones y sus actores. Los votantes más cívicos perciben que la política-espectáculo poco difiere de un reality show, y cada vez está más lejos de ser un foro serio de construcción colectiva. Así, el cinismo y la desafección se instalan con mayor fuerza. ¿La culpa recae en los partidos o en nosotros, los ciudadanos convertidos en público? Sin duda, en ambos.
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