Las coronas de flores de las escuelas matrices

De un tiempo a esta parte las FF.AA. y de Orden de nuestro país se han constituido, casi de hecho, en una especie de Estado dentro del Estado: su construcción histórica en los últimos años dan cuenta de que fueran como un país autónomo, más allá de los meros gestos simbólicos.

Tienen un presupuesto propio producto de las ventas del cobre, que manejan a sus anchas, que no depende de la aprobación del Congreso y cuya rendición es, a la vista, insuficiente ante la ciudadanía; en la práctica, ellos lo administran, y no la autoridad de Gobierno, ellos definen la prioridad en los gastos, sólo ellos, si es en armamento de guerra, buques, tanques o viajes al Caribe de las señoras de los generales.

Tienen poblaciones enrejadas para su gente, pórticos debidamente resguardados por su propia policía, recintos de acceso limitado al resto de los chilenos; un sistema de previsión distinta, mejor que las del resto de sus conciudadanos, que permite que con apenas 20 años de servicio un ex uniformado pueda gozar de una estupenda jubilación en un grado superior al que tenía al retiro y todavía con el tiempo y energías necesarias para seguir trabajando; un sistema judicial exclusivo no sólo para “crímenes de guerra” como podría suponerse sino también en la práctica para delitos comunes, jueces uniformados y cárceles con todas las comodidades de una buena cabaña en la playa; sus propios colegios, y hasta un sistema educacional que forma a sus propios profesionales conforme a los intereses institucionales.

Poseen una estructura religiosa única, diría mejor, una especie de “iglesia militar”, capellanes, obispos y parroquias que no tiene ni debe tener ningún otro organismo público, y además, con escala de sueldos de la administración pública en un estado aconfesional.

Cuentan con estupendos y modernos hospitales para ellos y sus familiares y un sistema de salud privilegiado que pagamos el resto de los chilenos; clubes deportivos subvencionados donde se celebran las bodas de sus hijas y los cumpleaños de sus niños a precios que cualquier otro ciudadano envidiaría.

Como si fuera poco todo lo anterior, tienen un rasgo cultural aparte: la llamada “familia militar”, que se encarga de reproducir una cierta identidad que la mayoría de las veces asume hitos históricos, tradiciones y héroes propios, distintos y distantes de la cultura nacional, por cierto menos amplia, menos inclusiva y menos tolerante, todo como si la cuestión militar fuera la cota de caza de unos pocos, heredera de su sola tradición y autónoma del poder político que es, en realidad, para el cual debería estar subordinada.

En parte, los escándalos conocidos estos últimos años, tras la desaparición de la dictadura, y quizás como herencia del poder absoluto que las FF.AA. ejercieron durante esos 17 años, con una institucionalidad legal acomodada a sus intereses bien entrados los 90, como entre otros, los casos de Fragatas en la Armada, los muebles de ratán en la Fuerza Aérea, los Paco Gate en Carabineros o los casos actuales a propósito de los gastos reservados de las comandancias en Jefe del Ejército, son el botón de muestra de lo anteriormente señalado.

Va a ser difícil que se pueda construir una ética de las FF.AA. y de Orden como una institución republicana transversal, inserta en el quehacer nacional y subordinada efectivamente al poder  civil, político y democrático, si se persiste en mantener estos espacios de poder y cuotas de administración que no le pueden ser propias.

Para revertir esta situación, no sólo es necesario que se haga justicia en los casos de corrupción que han conmocionado a la opinión pública, sino que entendamos de una vez por todas, tanto los políticos como los militares, que ellos no son ni deben ser tributarios de un régimen alguno ni menos de un caudillo, no defensores de una época ni de un modelo de sociedad autoimpuesto, que su función pública es aquella que sanciona la Constitución y que es subordinada a las fuerzas políticas en cuya representatividad recae la soberanía nacional, soberanía que no consiste sólo en un pedazo de tierra en el Altiplano o en los Campos de Hielo, sino sobre todo, en las conciencias de los ciudadanos chilenos, en tanto eligen a sus autoridades y a sus representantes legislativos.

Hay que entender que la época de los privilegios se acabó y que hay que empezar a pensar en el bienestar de los chilenos, especialmente en aquellos que más sufren, muchos de los cuales incluso, aún esperan información del destino de los cuerpos de sus seres queridos, y no pensar solo en las charreteras doradas de sus comandantes ni en las frías estatuas de las escuelas matrices adornadas de coronas de flores hediondas, marchitas y olvidadas.

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