Ni triunfalismo ni derrotismo

Los resultados electorales nos llevan a un sinnúmero de opiniones, algunas muy optimistas y otras derrotistas. Sin embargo, poco o nada se dice que la principal derrota la sufrimos todos los chilenos con la baja participación. Ese es el mayor problema de fondo y los políticos parecen hacerle el quite al tema por su responsabilidad de haber terminado con el voto obligatorio, con catastróficas consecuencias para nuestra democracia.

Es inaceptable vivir en una sociedad donde sólo valoremos los derechos, que sin duda son importantes, pero no los deberes que tienen una tremenda implicancia para el bien común de la democracia. Votar es una de las mayores obligaciones que tenemos y no es valorada por más del 50% de la población.

¡Esta es nuestra mayor crisis!

Siendo esta mega elección una de las más importantes que haya tenido el país, es doloroso constatar que solo participó el 43,35% del padrón electoral. Dejando de lado la municipal de 2016, donde sólo participó el 34,8%, está elección está en los niveles más bajos de esta década, similar a la municipal de 2012. Sin embargo, desde entonces no se ha hecho nada por cambiar la legislación electoral que obligue a los chilenos a asumir su responsabilidad conforme a nuestro lema nacional, si no es por la razón, tendrá que ser por la fuerza de la ley. Lo claro es que esta situación es insostenible.

Hoy no tenemos una radiografía real de las causas de esta abstención. Solo hay hipótesis. Para unos la causa está en la pandemia, la gente no quiso arriesgarse. En la pandemia se hizo el plebiscito y se llegó a 51%. Las elecciones sin pandemia han estado todas del orden de 40%, por lo tanto, ese argumento no lo explica. Otros dicen que se debe a la complejidad de los votos, esto lo justifican con la simplicidad del apruebo/rechazo del plebiscito. Podría sólo justificar en parte, ya que en votaciones normales la participación más alta es la presidencial y parlamentaria de 2013, con 49,13%. Tampoco llega a 50%.

Otros señalan como causa la baja calidad de la política y otros que para ellos la política no les mejora su vida por lo tanto no les interesa votar. Opiniones respetables y comprensibles, pero a su vez inmovilistas. No aportan a un cambio de las condiciones que cuestionan.

Explicaciones más, justificaciones menos, lo más grave es que solo el 43% de la población participó en la elección de quienes elaborarán nuestra futura Carta Magna que definirá nuestro destino país.

Es bueno, como referencia, mirarnos en relación con la situación electoral de otros países. El promedio de participación electoral en los países de la OCDE es de 71% y el de nuestro país es 47%.

Sobre la base de esta situación, todos los diagnósticos y análisis que hoy se hacen políticamente no reflejan necesariamente la realidad del país, sino de menos de la mitad de sus electores. En ningún caso significa que no sea legítimo. Los que no votan se someten a los que votan, aún cuando no sean mayoría, sin embargo, muchas veces algunos de estos no votantes son los que manifiestan su posición de otras formas, incluso con violencia.

Frente a toda esta realidad sorprende que los mismos que están preocupados por los 2/3 en la Constituyente o los que abogan por una alta participación social en los destinos del país, no digan nada ni levanten la voz para resolver esta grave realidad de nuestra democracia. Parece inconsistente que para las decisiones constituyente exijamos una votación del 2/3 y para las elecciones lo que llegue. En coherencia, la verdadera legitimidad supondría una votación superior al 60%.

Después de esta mala experiencia del voto libre, el Parlamento y el Gobierno tienen ahora el deber urgente de cambiar la ley electoral y volver al voto obligatorio. Esto debe hacerse ya, antes de las próximas elecciones. Mientras tanto sugiero no sacar ni cuentas alegres, ni catastróficas. Más de la mitad de la población aún no ha opinado.

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