Tal vez el elemento que más ayude a que los ciudadanos pierdan la confianza en la democracia tiene que ver con el conocimiento de hechos de corrupción o aprovechamiento del aparato público para hacer negocios que, en la mayor parte de los casos, son acciones que se saltan todas las normas, y que no suelen tener una sanción proporcional al daño causado y a los beneficios logrados por los autores de estas sinvergüenzuras.
Al observar lo que hemos conocido en los últimos meses con el llamado "caso Hermosilla", no parece ser sino la demostración más palpable de que la vieja frase de "esto no pasa en Chile" no era más que una pobre quimera, o probablemente la manifestación más seria de que la administración del poder, más allá de las opciones políticas, permitía a sus ocupantes, independientemente de sus opciones políticas, abusar hasta el extremo de la más burda ilegalidad, de beneficios escandalosos.
Hoy, la corrupción en las instituciones policiales, con directores de Carabineros e Investigaciones procesados; lo mismo casi todos los comandantes en jefe del Ejército, desde Pinochet hasta ahora; el involucramiento de fiscales y miembros de la Corte Suprema en los escándalos que se van conociendo, espantan a la población y provocan no solo el debilitamiento de las instituciones del Estado, sino un distanciamiento de la adhesión a la democracia, que solo puede colaborar a la idea, que siempre, a la larga termina siendo "peregrina", de que es necesario "que alguien venga a poner orden", y así posibilitar el acceso de regímenes dictatoriales, que solo profundizan el deterioro de cualquier vestigio de ordenamiento democrático.
Y, mientras eso sucede, los "representantes populares", en el Gobierno y el Parlamento, y en todos los partidos, en vez de tomar con seriedad lo que sucede, siguen creyendo que "lo correcto" es intentar la batalla comunicacional, para demostrar que esta podredumbre institucional solo es fruto de la acción del adversario pues, su sector es un conjunto de "blancas palomas". Sin embargo, hasta el más modesto ciudadano sabe, sin lugar a dudas, que la corrupción se generalizó hace mucho tiempo, "al lado derecho, al izquierdo, al centro y adentro".
Ojalá surgieran, de diversos lados, algunos líderes que volvieran, como en otras épocas, a ejercer un liderazgo que pusiera por encima de la competencia política legítima, los verdaderos intereses del país y convocaran a bajar, por un tiempo, las banderas de la competencia y, poniendo por encima de ello el bien común, intentaran generar nuevos espacios normativos, que impidieran, realmente, la ocurrencia de los delitos, generalmente "de cuello y corbata", que hoy son repudiados por la inmensa mayoría del país.
¿Es posible continuar con una designación de miembros de la Corte Suprema, en función del más impúdico "cuoteo" de los senadores? Y lo mismo con el fiscal nacional. O, de igual manera, el nombramiento de los notarios y conservadores de bienes raíces, que ha terminado en un despotismo grosero. Y, de un modo similar, se van conformando los diferentes niveles del Poder Judicial.
De igual manera, los procesos que se conocen, respecto al mal uso de muy cuantiosos recursos públicos, por parte de fundaciones y corporaciones que, en vez de prestar los servicios, normalmente orientados a cubrir necesidades de los sectores más vulnerables, terminaban siento aprovechados por grupos muy pequeños, cercanos a quienes tenían la obligación de velar por su buen uso.
Desgraciadamente, no aparece -hasta aquí- ningún partido político, ni organización de la sociedad civil (cada vez más debilitada), que asuma la tarea de liderar un proceso que impida el colapso definitivo de la institucionalidad que, en ese momento, no servirá de nada seguir echándose las culpas, de manera recíproca, pues las consecuencias de ello pueden acompañar al país por mucho tiempo.
Por último, ¿quiénes observan con beneplácito esto? Solo dos sectores, por un lado el crimen organizado, cuya expresión más extendida territorialmente son las mafias del narcotráfico; y por otro, los grupos políticos que siempre aspiran a convertirse en los receptores del clamor popular por terminar con lo que ya no se soporta y, a partir de allí, convertirse en dictadores, al principio como "salvadores" y, a poco andar, como los actores de formas peores de corrupción a las que se suponía pondrían fin. Esto se conoce, desde siempre, especialmente en América Latina.
Ojalá las élites más honestas de nuestro sistema institucional asuman su tarea, ¿lo harán? Hasta aquí no se observa nada que permita confiar en ello, desgraciadamente.
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