Un hombre decisivo

En España ha fallecido el ex Jefe del gobierno español y figura decisiva de la transición democrática, Adolfo Suárez, en medio de un potente reconocimiento de millones de sus conciudadanos.

Retirado de la vida pública hacía más de una década, como consecuencia de los estragos que en su capacidad física y mental, provocó la cruel enfermedad del mal de Alzheimer, es un hecho notable desde el punto de vista de la capacidad de valoración y memoria democrática de la sociedad española, la masividad y solemnidad que adquirió en las calles, plazas y tertulias amicales el último adiós a un hombre decisivo, controvertido e intenso como pocos, pero cuyo aporte a la transición desde el atraso y la inercia de la dictadura franquista a una pujante sociedad democrática resulta ser incontrovertible.

Tantas veces se ha buscado paralelos entre los procesos vividos por España y Chile que sin quererlo se va cayendo en este análisis.

En Chile no hubo una guerra civil, tan terrible como aquella que destruyó a España entre los años ´36 al ´39, etapa previa a la instalación de las desoladoras cuatro décadas de la dictadura de Franco.

Sin embargo, en Chile sí hubo una profunda polarización política y, además, una ideologización descontrolada de las instituciones armadas bajo la doctrina de la seguridad nacional, que explica porqué, sin producirse una guerra civil, el país fuera estremecido por las crueles y vergonzosas violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura de Pinochet.

En España, Adolfo Suárez, responsable de la estructura política del franquismo, fue convocado en 1976 al cargo de Jefe de Gobierno, por el entonces recientemente ascendido Rey Juan Carlos I, detentor de la condición de Jefe de Estado por decisión de un Plebiscito impuesto por el propio Francisco Franco.

Desde allí Adolfo Suárez tramitó y articuló una evolución institucional desde dentro de la misma estructura antidemocrática del franquismo, para ello tuvo no sólo que persuadir sino que imponer que las cortes franquistas aceptaren su autodisolución para viabilizar la instalación de un parlamento, electo democráticamente, en el marco de un sistema político con una monarquía constitucional bajo un régimen parlamentario.

En este complejo esfuerzo político que posibilitaba un gobierno electo por la soberanía popular sin abolir la cubierta monárquica del tramado constitucional se jugó el fundamento de la transición a la democracia de la España pos franquista. No fue un juego simple y fácil como algunos piensan, ya que su consolidación hubo de derrotar diversas conjuras desde el aparato militar heredado del fenecido dictador.

En Chile, el pueblo soberano concurrió a rechazar la perpetuación del dictador en el marco del Plebiscito convocado por el propio autócrata para asegurar su eternización en el poder. Aún cuando derrotarlo resultaba imposible para muchos, aquella decisión política posibilitó la realización de elecciones presidenciales y parlamentarias, en 1989, así como la reinstalación de la democracia.

Sin embargo, en Chile no hubo un Adolfo Suarez , es decir, un personero de la más alta investidura o condición dentro del antiguo régimen que tuviera la visión, la fuerza y el ascendiente en sus pares del autoritarismo que les obligara a aceptar lo inevitable: la reimplantación del régimen democrático en Chile.

No lo fueron ni Jaime Guzmán ni Sergio Onofre Jarpa, los jefes políticos de los Partidos de la derecha que ejercían a la sombra de Pinochet.Por el contrario, ambos en su propio estilo y doctrina se empeñaron en defender la permanencia de los enclaves autoritarios, la herencia fundamental del antiguo régimen dictatorial.

En la segunda mitad de la década de los setenta, Jaime Guzmán que entonces admiraba el modelo de corporativismo totalitario impuesto por el franquismo se empeñó en su traslado e imposición en Chile; por el contrario, Adolfo Suárez que, con rango de ministro, fuera “el líder designado” del aparato político del franquismo, en un símil del modelo de partido único de otras experiencias totalitarias, inició un camino sin retrocesos hacia el desmontaje progresivo de tan lamentable experiencia histórica.

Adolfo Suárez avanzó resueltamente a la democracia, la derecha chilena permaneció anclada a la dictadura.

De hecho cuando Gustavo Leigh, a la sazón Comandante en Jefe de la FACH, pidió y formalizó en el interior de la Junta Militar de Gobierno un cronograma de entrega del poder y retorno a los cuarteles, fue abandonado sin contemplaciones ni sentimentalismos por quienes le rodeaban, incluido el propio Jaime Guzmán que formaba parte de su grupo directo de asesores.

Sin apoyo y aislado, Pinochet le destituyó y recluyó en un controlado ostracismo de aquellos que se aplican a quienes ya no sirven pero que en cualquier circunstancia pueden ser peligrosos.

Recién ahora, un cuarto de siglo después, en los partidos UDI Y RN se discute el cambio de sus respectivas declaraciones de Principios, en los cuales asumieran el triste rol de cancerberos de ese oscuro legado antidemocrático.

Por eso, afirmo que en nuestro país la incondicionalidad y obsecuencia de la derecha hacia Pinochet llegó a extremos altísimos que hoy a ellos mismos deben asombrar y a muchos seguramente causar honda vergüenza.

Los millones de españoles que han despedido a Adolfo Suárez, como un justo reconocimiento a su esfuerzo para abrir un camino de paz, donde esta parecía imposible, no hacen sino que establecer su papel de hombre decisivo en la transición española.

Es seguro que sus pensamientos son diversos al de aquel otrora poderoso hombre de Estado, cuyo deceso lo encontró lejos del poder y encerrado en los insondables laberintos mentales del mal de Alzheimer. Ya no tenía el control de la fuerza ni del dinero para convocar a las multitudes, pero sí encontró en sus conciudadanos aquella lucidez y valoración que distingue a la civilización humana de la barbarie.

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